El caso es que una de las mujeres que trabajaba en el documento electrónico era verdaderamente hermosa. Estaba ataviada con una muy elegante ropa tradicional e iba levemente maquillada. En medio de la sala se la veía grande, majestuosa, consciente de su belleza. Al habla, su voz, suave y ronca, era casi imposible de comprender. Alguna de las personas de esta zona de África se caracterizan por tener una voz profunda y susurrante, casi gruesa, y eso les confiere un atractivo muy especial.
En la puerta del ministerio, una mujer, erguida sobre unos tacones negros, la cabeza elevada, se inclinaba apenas sobre una caja-nevera para elegir una botella fría de zumo de cabeçera que, alzada con aparente desidia, compartió con su hijo. Otra mujer, bastante más joven, universitaria al parecer, caminaba hacia su casa y, con la elegancia de quien no ve nada malo en hacerlo, se quitaba el sudor de la cara cuidadosamente con un pañuelo, intentando no estropear su aspecto.

Visten siempre con cuidado, limpias, sin descuidar ningún detalle. Es frecuente verlas recién salidas de la peluquería o, en muchos casos, con pelucas, dado que su pelo es difícil de dominar y eligen cortas melenas de cabello negro o rojizo, a veces largas cabelleras rubias, para ataviarse. Les gusta usar collares y pendientes, pulseras y todo tipo de adornos. No consentirían en ir desarregladas o hacer el ridículo, ni siquiera para ir al mercado.
Verdaderamente es hermoso verlas. Si uno se fija un rato, puede apreciar la cadencia de sus gestos, el divagar de sus movimientos. Me gusta observarlas por la calle, incluso en los bares y zonas de reunión. Coquetas y altivas, dejan que el mundo se les acerque y miran la vida desde la altura que da sentirse orgullosas de sí mismas. Desde la dignidad que confieren, con su actitud limpia y orgullosa, a su raza.