A veces, cuando paseamos con las perras por los alrededores de nuestro barrio, al bajar una calle nos encontramos de frente el mar. O la desembocadura del río. En cualquier caso, lo contemplamos como si fuera nuevo, y si es a primera hora de la mañana, podemos incluso al abrir las ventanas de casa escuchar su rumor fuerte y rítmico. El manglar nos lo oculta, pero está ahí y es un placer descubrirlo repentinamente.
Otros días, recién levantados de una casa recalentada o al terminar una tarea empapados en sudor, el paseo nos regala la brisa marina, fresca y apacible incluso cuando ya no debería de ser así.
En ocasiones la sorpresa surge pasando un largo puente, cerca de la desembocadura de un río, cuando ves saltar los delfines con ese delicioso nombre portugués, golfinhos, tan cerca de la tierra y de nosotros.
Algunos placeres tienen, sin embargo en su sencillez un punto de sofisticación. Por ejemplo, poder bañarte un sábado a las 9:30 de la mañana en el agua cálida de la piscina, flotar mientras las golondrinas nos sobrevuelan la cabeza y bajan a beber entre nosotros con movimientos fulgurantes en medio de un silencio casi absoluto, roto sólo por cantos de pájaro y rumor de hojas en los árboles.
Esos pequeños prazeres nos llenan de paz. Hay que saber pararse y sentirlos, recibirlos con los brazos abiertos y el corazón atento. Los guardo para mis viajes a España; me recuerdan que también hay cosas buenas en este rincón de África, me llenan de nostalgia justo antes de los vuelos y preparan mi mente para desear el retorno.