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Este es el paisaje del camino a mi casa. A esto me acostumbro con gusto |
De forma más bien imprevista nos vamos unos días a España. Es un viaje fuera de proyecto que nos pilla algo de sorpresa y por ello da más gusto. Estaba pensando hoy, mientras hacía la minimaleta (una con cositas como equipaje de mano y tres vacías para traerlas llenas), en que tenía hambre y no sabía qué tomar. De repente, me apeteció comer una manzana a mordiscos. Cosa extraña, porque puede hacer años que la pelo y le quito las semillas, tal como me mandó el endocrino. Ayer pensaba en que cuando llegara a Zamora me iba a zampar una bamba de nata. No sé, caprichos que me dan.
Lo cierto es que de forma progresiva una se va acostumbrando a comer sólo lo que hay en el país y lo que se trae en las maletas, y se renuncia a otros alimentos (no las golosinas que he mencionado) que forman parte de la dieta habitual. Por ejemplo, intelectualmente se echa de menos el cocido, aunque físicamente no sé si lo soportaríamos; o un buen asado, o unas almejitas a la marinera, o uvas (empieza ahora la temporada), higos, queso fresco de vaca, ahumados, la merluza, el chocolate -blanco sobre todo, del otro a veces se encuentra-, el pan de Cubillos de corteza crujiente y miga consistente, las cerezas y los melocotones de Toro, los pimientos rojos para asar de Benavente, el queso de oveja de mi tierra... supongo que mi marido añadiría a la lista el hígado, las mollejas y tal; yo afortunadamente sobrevivo sin ello. La lechuga y los brotes tiernos, la rúccola, los canónigos... madre mía, qué de cosas. Según escribo voy dándome cuenta de todo lo que he dejado de comer.
Restringimos también movimientos; con la lluvia apenas se sale de la capital (bendito Quinhamel) y casi nada de casa, las visitas a amigos prácticamente han desaparecido -todos están de vacaciones- y los restaurantes están algo apagados. Yo sigo bendiciendo el Bistró porque tiene cerveza belga (quién si no él iba tenerla) pero hace un siglo que no puedo comer pizza allí porque el cocinero especialista desaparece intermitentemente. Por cierto, echo de menos los quesos rallados y la mozzarella, la harina de fuerza (se me ha terminado) y la salsa de tomate (no digo la marca) que se acabó ayer. Y el hojaldre.
En casa también reducimos movimientos: llueve, luego no nos bañamos; hay mosquitos, nada de jardín -peste de malaria-; tenemos luz del Estado, que a nuestra casa llega sin fuerza ninguna, así que no hay luz en casi ningún sitio; nuestros movimentos se reducen a medio salón.
Vivimos con poca luz, mucha agua, una pizca de aire acondicionado y cortos paseos por la ciudad y por el campo. Nos conectamos a Internet cuando podemos (si hay luz del Estado no, por supuesto) y nos acostamos cuando ya no hay ni luz ni nada que hacer. Leemos mucho y vemos pelis en versión original. El intercambio de filmes empieza a ser más que interesante en esta época tan húmeda.
Cuando vayamos a España nos entregaremos, como siempre, a esos placeres poco pecaminosos que hemos abandonado sin darnos cuenta: tomar cañas, por ejemplo. Nos cuesta ir a casa a comer o cenar, pasamos horas en terrazas o, simplemente, en la calle, viajamos con el coche a visitar conocidos y nos atontamos mirando escaparates. Todo un lujo. Nos cuesta un poco más pasear por el campo sin las perritas y por sitios tan secos como los castellanos. A veces me resulta increíble dormir sin oír la bomba del agua o no desvelarme porque se ha ido la luz y hay que cambiar los disyuntores. Me cuesta no meter en lejía las verduras antes de comerlas ni lavar con jabón las frutas. Fíjate tú.
Pues eso, que con la sorpresa del viaje y a sólo cuatro horas de coger el avión se me han despertado las ganas de comer berberechos, perritos calientes, claras con limón y helados de La Valenciana. Ganas de no meter el burro en casa y pingonear por doquier. De coger el coche y hacer kilómetros con ganas. De tomarme unas cañitas en Ávila y otras en San Lorenzo de El Escorial (hola, peque). Si me descuido, me entran ganas hasta de trabajar con estrés, como hacía antes.
Y eso no quiere decir que vivamos mal ahora. Qué va. Estamos casi hasta muy bien, salvando la cruz de la electricidad. Es sólo que nos habíamos olvidado de que teníamos ganas de muchas cosas. Hasta de pasar algo de frío.
Cómo cambiamos.