viernes, 17 de agosto de 2012

Ganas de cosas


Este es el paisaje del camino a mi casa. A esto me acostumbro con gusto
Es cierto que una se va "amoldando", en el buen sentido de la palabra, a medida que vive en países diferentes al propio. Es una adaptación imperceptible, paulatina y silenciosa. Cuando el país es rico, se habitúa a alimentos y hábitos que en su lugar de origen se considerarían lujos, y cuando es más pobre se renuncia poco a poco a costumbres adquiridas. Y no me refiero a la higiene.

De forma más bien imprevista nos vamos unos días a España. Es un viaje fuera de proyecto que nos pilla algo de sorpresa y por ello da más gusto. Estaba pensando hoy, mientras hacía la minimaleta (una con cositas como equipaje de mano y tres vacías para traerlas llenas), en que tenía hambre y no sabía qué tomar. De repente, me apeteció comer una manzana a mordiscos. Cosa extraña, porque puede hacer años que la pelo y le quito las semillas, tal como me mandó el endocrino. Ayer pensaba en que cuando llegara a Zamora me iba a zampar una bamba de nata. No sé, caprichos que me dan.

Lo cierto es que de forma progresiva una se va acostumbrando a comer sólo lo que hay en el país y lo que se trae en las maletas, y se renuncia a otros alimentos (no las golosinas que he mencionado) que forman parte de la dieta habitual. Por ejemplo, intelectualmente se echa de menos el cocido, aunque físicamente no sé si lo soportaríamos; o un buen asado, o unas almejitas a la marinera, o uvas (empieza ahora la temporada), higos, queso fresco de vaca, ahumados, la merluza, el chocolate -blanco sobre todo, del otro a veces se encuentra-, el pan de Cubillos de corteza crujiente y miga consistente, las cerezas y los melocotones de Toro, los pimientos rojos para asar de Benavente, el queso de oveja de mi tierra... supongo que mi marido añadiría a la lista el hígado, las mollejas y tal; yo afortunadamente sobrevivo sin ello. La lechuga y los brotes tiernos, la rúccola, los canónigos... madre mía, qué de cosas. Según escribo voy dándome cuenta de todo lo que he dejado de comer.

Restringimos también movimientos; con la lluvia apenas se sale de la capital (bendito Quinhamel) y casi nada de casa, las visitas a amigos prácticamente han desaparecido -todos están de vacaciones- y los restaurantes están algo apagados. Yo sigo bendiciendo el Bistró porque tiene cerveza belga (quién si no él iba tenerla) pero hace un siglo que no puedo comer pizza allí porque el cocinero especialista desaparece intermitentemente. Por cierto, echo de menos los quesos rallados y la mozzarella, la harina de fuerza (se me ha terminado) y la salsa de tomate (no digo la marca) que se acabó ayer. Y el hojaldre.

En casa también reducimos movimientos: llueve, luego no nos bañamos; hay mosquitos, nada de jardín -peste de malaria-; tenemos luz del Estado, que a nuestra casa llega sin fuerza ninguna, así que no hay luz en casi ningún sitio; nuestros movimentos se reducen a medio salón.

Vivimos con poca luz, mucha agua, una pizca de aire acondicionado y cortos paseos por la ciudad y por el campo. Nos conectamos a Internet cuando podemos (si hay luz del Estado no, por supuesto) y nos acostamos cuando ya no hay ni luz ni nada que hacer. Leemos mucho y vemos pelis en versión original. El intercambio de filmes empieza a ser más que interesante en esta época tan húmeda.

Cuando vayamos a España nos entregaremos, como siempre, a esos placeres poco pecaminosos que hemos abandonado sin darnos cuenta: tomar cañas, por ejemplo. Nos cuesta ir a casa a comer o cenar, pasamos horas en terrazas o, simplemente, en la calle, viajamos con el coche a visitar conocidos y nos atontamos mirando escaparates. Todo un lujo. Nos cuesta un poco más pasear por el campo sin las perritas y por sitios tan secos como los castellanos. A veces me resulta increíble dormir sin oír la bomba del agua o no desvelarme porque se ha ido la luz y hay que cambiar los disyuntores. Me cuesta no meter en lejía las verduras antes de comerlas ni lavar con jabón las frutas. Fíjate tú.

Pues eso, que con la sorpresa del viaje y a sólo cuatro horas de coger el avión se me han despertado las ganas de comer berberechos, perritos calientes, claras con limón y helados de La Valenciana. Ganas de no meter el burro en casa y pingonear por doquier. De coger el coche y hacer kilómetros con ganas. De tomarme unas cañitas en Ávila y otras en San Lorenzo de El Escorial (hola, peque). Si me descuido, me entran ganas hasta de trabajar con estrés, como hacía antes.

Y eso no quiere decir que vivamos mal ahora. Qué va. Estamos casi hasta muy bien, salvando la cruz de la electricidad. Es sólo que nos habíamos olvidado de que teníamos ganas de muchas cosas. Hasta de pasar algo de frío.

Cómo cambiamos.

Voluntarios (I)

La reflexion acerca del hospital vino a cuento de una visita que hice a unas dentistas que han venido a recorrer Guinea Bissau para hacer una campaña de salud buco dental. Las doctoras realizan sobre todo extracciones y tratamientos de flúor para niños; los empastes -que ya no son gratis- los derivan a dos centros que realizan ese tipo de tratamientos y endodoncias. Dejé pendiente ese tema y ahora lo retomo para no olvidar las impresiones del día.

En principio, mi idea no era ir a verlas, sino a hablar con María, una española afincada aquí y que colabora con organizaciones, asociaciones y voluntarios. Al llegar al hospital, la encontré haciendo de recepcionista de las dentistas, pasando lista, dando citas y anotando los tratamientos. Ese es el inicio. Estaba en una puerta, junto a dos bancos en los que algunas personas aguardaban su turno y enfrente de una habitación con niños enfermos. Una de las mujeres que aguardaba su turno tenía un bebé en el regazo, al que amamantaba de forma casi ininterrumpida, y un hombre sostenía a un niño de edad indefinida (entre uno y tres años) dsenutrido y enfermo que recibe tratamiento en el centro. A través de la puerta se veía a tres mujeres blancas con batas, mascarillas e instrumental en ristre. Dos estaban trabajando (o intentándolo) con dos mujeres sentadas en sendas sillas; una, debajo de una ventana, la otra en la pared de enfrente con una linterna en la frente. La tercera estaba sentada en una silla de plástico y tenía sobre el regazo a otra mujer sentada a horcajadas en una silla y reclinada hacia atrás. Qué maña tienen, pensé.

Barreños para higien del material
El caso es que saludé a María, me empezaron a hablar varias de las mujeres que esperaban, saludé rápidamente y cuando me quise dar cuenta, tras el habitual ofrecimiento de ¿necesitáis ayuda? me vi con dos pares de guantes de látex en las manos lavando y esterilizando instrumental, agarrando manos de pacientes muy nerviosas, tapándoles los ojos, sacando y enfocando una linterna cuando se fue la luz... Así trabajan, y en ello va una pequeña crítica al país. Sé que tiene poco, pero cuando van a trabajar gratis los médicos de otros países, podían al menos ponerles ayuda. No digo mucha, pero un auxiliar para, por ejemplo, limpiar los aparatos y que puedan seguir trabajando, mantener la electricidad constante o ponerles fuentes auxiliares de luz por si la corriente falla (algo, por cierto, muy corriente)... algo. A veces da la sensación de que no sólo no agradecen (institucionalmente, digo) esta colaboración, sino que casi les molesta.

Ellas, las doctoras, por su parte, ponen imaginación, maña, horas y horas (cuando llegué a las once de la mañana algunas aún no habían desayunado), instrumental prestado por compañeros que traen en el vuelo, días de vacaciones que emplean en ayudar, y a veces un mes sin sueldo. No perciben dinero por su trabajo, nada de nada. Se pagan su billete de avión y facturan sus maletas, y cuando salen de la consulta se llevan encima las herramientas porque valen un pastón y no son suyas. Viven en casas de cooperantes que trabajan aquí, con las lógicas restricciones de agua y luz, porque no pueden permitirse el lujo de pagar un hotel.

Los pacientes ponen voluntad, van como al matadero: muchos no han sido jamás atendidos por un dentista. Cuando les ponen la anestesia, se asustan al notar el adormecimiento de la boca, creen que se marean, se angustian... algunas y algunos lo resisten con fuerza y valentía; otros, como un joven muy musculado y gracioso, según entró se desnudó de cintura para arriba, se resbaló en la silla, abrió los brazos y medio murió en esa posición, mareado y asustado. 
 
El trabajo que realizan es encomiable. Su labor fundamental es extraer piezas o restos de piezas que quedan en las bocas por caries, rotura o desgaste. Esta vez han tenido que trabajárselo más, porque una de las normas para una correcta cicatrización es no escupir en cuatro días y estamos en Ramadán; el Corán prohíbe comer en las horas de luz (de cinco y media de la mañana a siete y media de la tarde) y entre el concepto de no comer se incluye no tragar ni saliva, con lo cual escupir, en estos días, es ley de Alá.

En los ratitos de descanso, o mientras esperaban a que una anestesia hiciera efecto, salían a conversar con los pacientes, a jugar con las niñas de la sala de enfrente, a visitar otras habitaciones... Sobre la una y media del mediodía por fin salimos a "desayunar": cruasanes, minipizzas, zumos y cafés. Son animosas, dispuestas. Curiosamente, como decía en la entrada anterior, todas mujeres. No van a cambiar el país, ni a mejorarlo sustancialmente, pero igual que una pulga puede llenar de ronchas a un maquinista, ellas mejoran sustancialmente la vida de algunas personas limpiando sus encías, eliminando infecciones, dando consejos de higiene. Loable su trabajo y su dedicación. Verdaderas voluntarias cooperantes, anónimas, que no reciben dinero a cambio de su entrega; sólo el agradecimiento de la gente del país y, por supuesto, el reconocimiento de los que sabemos que existen.

jueves, 16 de agosto de 2012

Simão Mendes

El martes tuve la ocasión de visitar una parte del Hospital Simão Mendes, el más grande de Guinea Bissau. Es un centro de salud nacional que pone en evidencia algunas de las graves carencias del sistema sanitario de este país. Dicen que cuando aprendes una lengua aprendes también las costumbres de un país. Creo que cuando ves un hospital también descubres la forma de vida de sus ciudadanos.

El hospital, como los demás, tiene en muchas ocasiones escasez de personal, consecuencia del bajo presupuesto del país y la falta de personal preparado. No hay dinero público para casi nada, más aún desde el golpe de Estado que ha provocado la paralización de las ayudas y el bloqueo internacional. Es una construcción digna, pero en un estado de reforma permanente. Se nutre de una buena cantidad de médicos cubanos (Cuba mantiene una estrecha colaboración con el país desde su Independencia) y médicos del país formados en Cuba, en la Facultad de Medicina de Bissau (de buena fama y dirigida por médicos cubanos) e internos del país que realizan las prácticas de sus estudios de medicina.

Los familiares se ocupan de la atención básica de los enfermos, les llevan la comida y se encargan de vigilarlos durante el día. Aquella persona que no tiene hijos, padres, hermanos o primos está perdida en el país y en el hospital también. Las medicinas que toman los pacientes se compran en una farmacia que hay dentro del recinto. Hasta ahí casi todo es familiar, o parecido a algunos países que conocemos. Luego viene la peculiaridad de Bissau.

Yo visité pediatría para ver a unas dentistas españolas que hacen camapañas de salud buco dental desde hace años en todo el país. Eso ya lo contaré otro día, eso y las circunstancias en que muchas de estas voluntarias (y algún voluntario) trabajan.

La puerta de entrada al ala de pediatría está cerrada, con controles en la puerta para evitar el movimiento de gente descontrolado. Dentro, el ambiente es tranquilo. Las habitaciones son amplias, con ventanas nuevas y camas grandes, lo suficientemente grandes como para que quepan madre e hijo en ocasiones (si no son bebés). La sala que vi tenía diez camas. En la entrada, a la izquierda, una señora y una niña estaban uniendo bandas (fajas de algodón tejidas en telar) cosiéndolas con hilo azul después de haber hecho en ambos lados unas cadenetas de ganchillo. Cada una sostenía los paños por un extremo e iban cosiendo hasta juntarse en el medio.

Una señora, en el centro del pasillo, estaba terminando de barrer el suelo con las tradicionales bassoras (escobas hechas de paja). Recogió con la mano la basura acumulada, la colocó sobre la bassora bien apretada y le dio a una niña de unos cinco o seis años todo el paquete para que saliera a tirarlo a la calle.

Entre las camas y debajo de ellas había instrumentos propios de las mujeres del país: barreños de plástico en los que traen la ropa, la comida y lo que necesitan (lo ponen todo en el barreño y lo trasladan sobre la cabeza, como es habitual). Cada mujer tenía dos o tres baldes de plástico de diferentes tamaños, uno o dos boles o jarritas metálicas, algunas telas, bassoras y alguna cosa más.

Las camas estaban hechas (las hacen las madres), con pañuelos de colores sobre ellas, y la sala limpia. Ignoro si habían fregado. Cuando lo hacen (eso ya lo he visto miles de veces), utilizan el "pano de lava chon", un paño de algodón del tamaño de una toalla (a veces una toalla) que mojan en agua, pasan por el suelo sin agacharse (ole la fexibilidad de esas caderas y de los isquiotibiales), enjuagan y escurren para repetir la operación una y otra vez.

Las mujeres estaban algunas sentadas en el suelo, otras sobre las camas charlando, alguna alrededor de una mesa central donde depositan medicamentos, comidas y otras cosas. Los "mininus", los pequeños pacientes, según la gravedad permanecían tumbados o sentados en las camas o jugaban por la habitación e investigaban un poco más allá de la puerta. Los que dan más lástima, supongo que por la edad, son los bebés ingresados por desnutrición. Están en brazos de la madres o los padres (alguno hay), tan menudos que parecen mucho más pequeños de lo que son, sin fuerzas para cambiar la cabeza de postura o llorar fuerte. Se lamentan bajito mientras se dejan caer sobre el cuerpo de sus cuidadores.

No es en sí una imagen caótica o perdida. Es simplemente tan tradicional como este país. Los esfuerzos se reparten para suplir carencias, se mantiene la dignidad a pesar de las necesidades y se conserva la fuerza y la esperanza. No puedo negar que me gustaría ver los hospitales con puertas y ventanas adecuadas, con ropa de cama, timbres y enfermeras, pero hasta ahora esto es lo que hay. Carencias y dignidad. Y la esperanza de que si algún día el país evoluciona claramente, con estabilidad, la sanidad se desarrolle. A mí me gustaría no ver niños de dos o tres años con tanta desnutrición como para parecer bebés de ocho meses, pero imagino que los mayores dramas están en otras alas, las que no vi, aquí y en otras zonas: leproserías, centros para tuberculosos (ahí están las monjas, trabaja que trabaja), para enfermos terminales de SIDA, recientes colegios y orfanatos para niños deficientes... hace falta mucha ayuda y mucho empeño del propio país en hacer bien las cosas.