Ocurre, sobre todo, como ayer, cuando él conduce por el centro de la ciudad y voy mirando las calles. Bandim me fascina, y a veces me entran ganas locas de bajar y empezar a pasear entre los puestos del mercado para ver qué venden. Me mata la curiosidad, porque se abre en mil pasadizos entre puesto y puesto. En cuanto sepa algo de criollo (o mucho) lo haré, acompañada, claro, por alguien del país para no perderme en el laberinto multicolor.
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Cruce de Chapas con Bandim |
Otras veces, más inconsciente aún, me entra la gula. Cuando miro los puestos de la calle, están salpicados de pequeños vendedores que ofrecen comida preparada: arroz con o sin salsa, carne grillada (en barbacoa), pescado seco, bolsitas de plástico con zumo de cabeçera y otras frutas que tienes que morder por una esquina para beber, huevos cocidos, pan reciente y variedades de bizcochos y bollitos. Los guineenses son golosos, y en cualquier esquina hay montañas de bizcochos recientes. Cuando llega la noche (la nuit tombe, del francés, es más exacto) los vendedores ponen en el centro, entre las barras de pan, una vela, y toda la comida toma un tono rojizo llamativo.
Puede que un día me suelte la melena y decida arriesgar mi estómago frágil de blanca en Bandim, probando todo lo que llame mi atención y comprando harina de arroz al peso, chabéu, malagueta y otros sugerentes ingredientes de la comida tradicional guineense. Pollo no, ni cabrito, porque te lo venden vivo y tengo que matarlo, y sé que terminaría en casa jugando con las perras y a mi marido le daría un pasmo. Pero si está muerto o seco, valdrá.
Un día seré medio africana, con ropa del mercadillo de Bandim y comiendo a dos carrillos la comida de la calle. Aunque luego, europea debilucha como soy, me caiga muerta.