viernes, 7 de octubre de 2011

Viernes

Hoy es viernes noche, y se nota, y mucho, en el ambiente. Es el primer día del fin de semana, y también el día festivo para la población musulmana, que durante todo el día viste sus ropas más elegantes con orgullo. Decidimos salir a tomar un refresco por la tarde a una terraza; nos hemos puesto guapos y nos hemos lanzado a la calle. Una de las principales actividades de la ciudad es ver y ser visto, así que hay que hacer bien de escaparate.

Las avenidas, paseos y caminos estaban repletos de gente en su eterno caminar, ya lo he dicho más veces, pero en el aire flotaba un ambiente distinto: es viernes, así que todos los jóvenes estudiantes universitarios, los de iniciación profesional, trabajadores o parados, todas las mujeres con hijos, los hijos con o sin sus madres estaban en la calle. Ellos, como nosotros, con las mejores galas, salen y pasean entre las tiendas, de la mano de sus parejas o en pandillas, toman algún tentempié en un bar, juguetean entre ellos y salen a “tomar”.

Las discotecas de la capital se llenan de ambiente festivo. No como a diario, cuando se dan cita los que no tienen trabajo, los que están perdidos y no se encuentran. No como los sábados, que ya sale todo el mundo. Los viernes son, sobre todo, de los jóvenes. Muchachas con vestidos ajustados, recién salidas de la peluquería, con trajes brillantes o vaqueros ceñidos, con camisetas que enseñan los hombros, minifaldas... Chicos con pantalones caídos, camisas entreabiertas, gorras viseras apuntando hacia la espalda. No me parecieron muy distintos de los que vemos en España. Siguen la moda y se exhiben orgullosos, ellos y ellas, y revolucionan la ciudad.


Luces nocturas. Al fondo, a la izquierda, autos de choque
Como en nuestro país, al olor de los jóvenes se enciende el mundo, y el resto de la población se lanza a la calle para mirar, para ser mirado, para disfrutar del ambiente o buscar su oportunidad. Las luces de los vehículos y las salas de fiesta llenan la noche, y es habitual pasarse por los coches de choque para empezar la soirée.

Su alegría nos contagia, aunque, al final, nos sentamos una terraza de las llamadas de blancos, no porque impidan el paso a los demás, sino porque son muchos menos los que pueden permitírselo. El dueño nos cumplimenta. En una recién abierta barra que avisa el fin de las lluvias, nos han ofrecido una caipirinha como si fuéramos unos turistas cualesquiera; la hemos aceptado con una sonrisa y hemos dejado que el viernes nos invada.

jueves, 6 de octubre de 2011

El tiempo

Hablar de tiempo en Guinea-Bissau, como en África, tiene su enjundia, que diría mi padre. Y no me refiero al tiempo meteorológico, sino al horario, al que marca el transcurso de la vida. He oído a algunas personas decir que los africanos son vagos, despreocupados e informales, y, en cierto modo, podría creerse que es así. Llevo pocos días en Bissau, así que mi opinión es poco formada.

La verdad es que, hasta ahora, la sensación que recibo es diferente: creo que nuestro tiempo y el suyo son, sencillamente, diferentes. No puede acusarse de vaguería a un pueblo que está en movimiento constante de sol a sol, que a cualquier hora del día va o viene, hace o deshace. ¿Cómo decir que no les gusta trabajar cuando hasta en domingo están abiertos los pequeños comercios, los mercados, cuando hasta la construcción de edificios y la siembra de arroz continúa?

La diferencia radica en los plazos. Los europeos, los orientales, trabajamos con pautas marcadas: horarios de oficina, colegios, tiendas, salidas, llegadas… plazos para matrículas, pagos, registros, resultados… Aquí hay muy poco de eso. Los horarios rígidos son para los que trabajan en organismos internacionales o en empresas “modernizadas”. Para el resto, el horario es lento y extenso. Trabajo lento, continuado, con descansos intermitentes. No imagino que no pararan con esta temperatura, porque, como ellos dicen, el calor es fuerte también para los africanos. Es falso que no lo padezcan.

En la diferencia está el problema. Para ser eficientes hay que saber realizar las tareas dentro de unos límites temporales. Al menos para ser eficientes en el sentido que los países desarrollados tienen de eficiencia. Para evolucionar en nuestra dirección.

En esa adaptación a nuestro tiempo es donde verdaderamente se abre un abismo insondable entre las dos civilizaciones: la africana y la europea. Acercar tiempos es la tarea pendiente más complicada para que comience el desarrollo de estas zonas. Lo difícil: que los africanos entiendan por qué para nosotros es tan importante la prisa. Si, al final, todo llega: las frutas maduran, los animales crecen, las casas se terminan… Puede ser que ellos necesiten acortar su tiempo un poco, y nosotros debamos aprender a esperar algo más. Algunas cosas no pueden demorarse, pero otras es absurdo adelantarlas. Creo yo.

A pesar de esta aparente comprensión de la diferencia de conceptos, no puedo negar que es difícil, y con el tiempo supongo que se me hará aún más, esperar que algunas cosas sucedan: que lleguen unos muebles que salieron de España a principios de agosto, que “te llamo para darte el teléfono de una empresa de limpieza” suponga dos días de espera, o que encomendar tareas de casa se demore, si es jueves, hasta el lunes siguiente.

Lo cierto es que su cadencia hace que dilatemos nuestro tiempo, y llega un momento en que cuesta trabajo distinguir el lunes del miércoles o el domingo, con lo que, si queremos mantener nuestra eficacia al volver al mundo del que procedemos, debemos atar nuestra vida con pautas temporales: matricularse en algo, fijar el día de la compra, realizar determinados actos en determinados días. Eso ayuda a fijar el tiempo y a mantener el ritmo. Eso sí, más pausado.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Zafarrancho

Extraña mancha amarillenta que cubre las juntas de los azulejos
Hoy, aprovechando que los muebles y enseres no llegan, he comenzado a hacer limpieza. Después de oír variadas teorías acerca de cómo alejar al insectario y bichario de la casa, dos me han parecido muy acertadas: una, fumigar la casa, limpiar y tapar agujeros; la otra, limpiar, limpiar y limpiar con lejía hasta que todo huela, por fin, a limpio, y tapar los agujeros.
Como ya estamos todas aquí (las perras y yo), abandonar la casa dos o tres días parece bastante incómodo, así que hemos optado por la segunda alternativa. He elegido un buen día, porque Bernardita se ha puesto enferma, así que he empuñado el nanas, el barreño, trapos y me he puesto manos a la obra. De rodillas en el suelo, luchando contra los restos de la última pintura que le hicieron a la casa, no sé por qué, me acordé de cómo odiaba aquellas maratonianas jornadas de ¡LIMPIEZA GENERAL! con que mis padres nos obsequiaban al llegar el verano.
Dos horas o tres después, y tras haber librado de residuos cuatro interruptores, cuatro enchufes, los rodapiés de un cuarto de salón y los azulejos del suelo de una extensión equivalente a la del rodapié, de haber eliminado las mil diminutas arañas que pueblan las paredes y de sacar brillo a una puerta que no se abre, di por concluida la primera batalla contra los bichos y en pro de la higiene en medio de un charco de sudor. Aquí hace calor, ¿os acordáis? y eso que trabajé con el aire acondicionado, como si fuera rica. Estaba exhausta.
Cuando mi marido llegó a casa, tras pisar el pasillo y la cocina recién fregados (me quedaron fuerzas para un repasillo somero al eje de la casa), mientras calentaba la comida le comenté dulcemente: “cielo, creo que necesitamos una o dos personas unos días para que me ayuden a limpiar, yo no puedo con todo”. Cielo me miró con lástima: estaba empapada de sudor y semi deshidratada; asintió y aseguró que  ésa no era una obligación mía. Me sentí como una gran dama. Hecha un asquito, pero digna.

La lluvia

Ayer, de repente, empezó a llover. Hacía días que no caía una gota de agua y ya empezaba a temerse que la estación húmeda estuviera acabando: el sol pica con fuerza y un calor sofocante y húmedo trepa por los pies desde el suelo como cuando comienza la evaporación. Así que la lluvia nos pilló de improviso, con planes y citas pendientes. Empezó a llover y se acabó todo. Al menos para los europeos, que no estamos hechos a estas climatologías. La gente del país deja que pase lo peor y comienza de nuevo a llenar las calles en su eterno caminar de un lugar a otro.
Pero a nosotros esta lluvia nos da miedo: cae como si no hubiera llovido nunca (mi marido dice que llueve de arriba, de abajo y de lado), con una fuerza arrolladora, y los truenos y relámpagos crecen desde el cielo en mil direcciones: la luz y el sonido se expanden por el espacio y, una vez acabada la tempestad, se repiten como estertores durante horas, hendiendo la noche con broncos bramidos.

Un "pequeño" relámpago (PCG)

A mí, que es la segunda tormenta fuerte que vivo (la primera fue nada más llegar), me impresionó, y, como cuando era niña, me sacó a la terraza para ver la luz recortar figuras fantasmales en la noche. ¡Qué poético! Lo cierto es que, tras el aguacero, salimos a ver a una familia con quien teníamos una cita y comprobamos que, para los guineenses, las tormentas son fenómenos naturales que, además, les hablan de prosperidad. Sin lluvia no hay agua, y este país depende de sus manglares, sus ríos y sus cosechas. De cajú, sí, pero también, y mucho, de arroz.
La carretera de camino al café Días y días (antes Imperio) estaba repleta de coches, de gente paseando y de tiendecitas que estaban volviendo a abrir. Ya sonaba música en los bares y el semáforo que une esa calle de la zona 7 con la carretera principal (la que va desde el aeropuerto a la Plaza de los Héroes Nacionales) presentaba un atasco monumental que nos llevó casi media hora superar. Me sentí, a pesar de todo, como en casa. Como un día de lluvia en Madrid. La diferencia: aquí nadie estaba agobiado (el tiempo en África tiene otra medida) y ni siquiera miraban el cielo, donde seguían coleando rayos y truenos. ¡Lo que es estar habituado a tanta energía!
Al final, como en Madrid, superado el atolladero, la carretera estaba vacía y llegamos con el retraso habitual de las grandes capitales y la excusa consabida: “¡el tráfico estaba fatal!” Curioso, ¿no?

martes, 4 de octubre de 2011

Cajú

     Es difícil pensar el nombre que ponerle a un blog, porque puede parecer pretencioso u obligarte a fingir que eres escritor para estar a la altura. No es mi intención convertirme en el eje de nada, ni ser el blog más leído de la semana, y mucho menos hacer de escritora; lo único que quiero es contarle a mis amigos lo que vivimos aquí de una manera ágil. Supongo que al principio lo haré casi a diario (todo es excitante o chocante en los comienzos) y, con el tiempo, espaciaré las entradas a medida que yo (y vosotros conmigo) normalice mi vida aquí.

     Así, pues, busqué algo que identificara este país sin ofenderlo ni estigmatizarlo, sin usar ideas preconcebidas, objetivamente: es el primer productor del mundo de cajú, lo que en España llamamos anacardo.

   Aquí el anacardo es jugoso y tierno, y las mujeres te lo ofrecen en cualquier esquina de la ciudad o del país. Es su mayor recurso, pues los árboles de cajú cubren vastas extensiones de terreno de forma natural, casi como plantas invasoras, y las fincas de producción de cajú son muchas y fértiles.

     Cajú, pues, emblema de su riqueza, como símbolo y deseo de prosperidad y desarrollo. Cajú como maná africano. Dispuesto a alimentarnos y a recibirnos en sus tierras. A nosotros y a los que queráis venir a conocer, de verdad, África.

Árboles de cajú con palmeras al fondo (PCG)

     Lo cierto es que el otro gran recurso es el pesquero, y llamarlo bica, corvina o tamboril, resultaba un poco soso. ¿No os parece? Aunque tamboril...

lunes, 3 de octubre de 2011

La partida (23 de septiembre de 2011)

     Los días antes del viaje estaba tan aturdida que pensé que no tendría tiempo para terminar nada. Las cosas se complicaban y al final salí corriendo sin limpiar siguiera a los pájaros ni los peces. Menos mal que hay buenos vecinos que cuidan de ellos!!

      Al final, en el coche entramos todos: los "ayudantes", las perritas, las cajas de las perritas, las maletas y un sinfín de bocadillitos al estilo de nuestras madres, fruta y bebidas con cafeína. Eso nos arregló el viaje: paramos a descansar, pero no gastamos en comer. Recorrimos el espacio entre Zamora y Lisboa en cinco horas y las perras no dijeron ni mú, como si hubieran viajado siempre y tantas horas: dormían en el coche, paseaban cuando parábamos y se negaron a comer durante el trayecto. Así no se marearon.

Dama y Greta en su resignado viaje (PCG)

     Visitamos un poco la hermosa ciudad de Lisboa, tomamos una lujosa cervecita en un bar de copas del puerto, pillamos un atasco al ir hacia el aeropuerto y llegamos, tras mil trámites, con el tiempo justo. El primer embarque de animales, tremendo. No me pidieron ni un documento, pero visité tres ventanillas mientras ellas esperaban pacientes, cuidadas atentamente por mis amigos, que les prodigaron mil carantoñas. Y algunos viajeros también. Todos fueron muy amables y, finalmente, las dejé, medio drogadas, en sus cajas, con el corazón en un puño (eso, las tres). Entramos en la sala de embarque a las 21:15 y quince minutos después subíamos al avión.

Las tres en Lisboa descansado

     El vuelo fue puntual, rápido y limpio. Cuando aterrizamos nadie se lo esperaba; fue tan sorpresivo que hubo aplausos al piloto por su rápida actuación. El resto, impresionante: después de que el autobús se llenara, el resto de los pasajeros decidimos ir andando a la zona de entrada del aeropuerto de Osvaldo Vieira. Allí mi marido nos recibió con unos amigos y trotamos hacia la recogida de maletas deseando recuperar a las perritas. Salieron, como era de esperar, las últimas, y crearon gran expectación; no es normal ver perros "de blancos" en el aeropuerto y todo el mundo se acercaba, bien para intentar ayudarnos a llevarlas y recibir así una propina, bien para asomarse a las cajas e intentar verlas. Dama los obsequió con una serie de aullidos lamentosos que los llenaron de algarabía. Rápidamente las cargamos, montamos en los coches y llegamos a casa. Empezó la lluvia y nos quedamos sin luz. Ya sabíamos que era así, así que nos resignamos a sudar y dormimos.