Hablar de tiempo en Guinea-Bissau, como en África, tiene su enjundia, que diría mi padre. Y no me refiero al tiempo meteorológico, sino al horario, al que marca el transcurso de la vida. He oído a algunas personas decir que los africanos son vagos, despreocupados e informales, y, en cierto modo, podría creerse que es así. Llevo pocos días en Bissau, así que mi opinión es poco formada.
La verdad es que, hasta ahora, la sensación que recibo es diferente: creo que nuestro tiempo y el suyo son, sencillamente, diferentes. No puede acusarse de vaguería a un pueblo que está en movimiento constante de sol a sol, que a cualquier hora del día va o viene, hace o deshace. ¿Cómo decir que no les gusta trabajar cuando hasta en domingo están abiertos los pequeños comercios, los mercados, cuando hasta la construcción de edificios y la siembra de arroz continúa?
La diferencia radica en los plazos. Los europeos, los orientales, trabajamos con pautas marcadas: horarios de oficina, colegios, tiendas, salidas, llegadas… plazos para matrículas, pagos, registros, resultados… Aquí hay muy poco de eso. Los horarios rígidos son para los que trabajan en organismos internacionales o en empresas “modernizadas”. Para el resto, el horario es lento y extenso. Trabajo lento, continuado, con descansos intermitentes. No imagino que no pararan con esta temperatura, porque, como ellos dicen, el calor es fuerte también para los africanos. Es falso que no lo padezcan.
En la diferencia está el problema. Para ser eficientes hay que saber realizar las tareas dentro de unos límites temporales. Al menos para ser eficientes en el sentido que los países desarrollados tienen de eficiencia. Para evolucionar en nuestra dirección.
En esa adaptación a nuestro tiempo es donde verdaderamente se abre un abismo insondable entre las dos civilizaciones: la africana y la europea. Acercar tiempos es la tarea pendiente más complicada para que comience el desarrollo de estas zonas. Lo difícil: que los africanos entiendan por qué para nosotros es tan importante la prisa. Si, al final, todo llega: las frutas maduran, los animales crecen, las casas se terminan… Puede ser que ellos necesiten acortar su tiempo un poco, y nosotros debamos aprender a esperar algo más. Algunas cosas no pueden demorarse, pero otras es absurdo adelantarlas. Creo yo.
A pesar de esta aparente comprensión de la diferencia de conceptos, no puedo negar que es difícil, y con el tiempo supongo que se me hará aún más, esperar que algunas cosas sucedan: que lleguen unos muebles que salieron de España a principios de agosto, que “te llamo para darte el teléfono de una empresa de limpieza” suponga dos días de espera, o que encomendar tareas de casa se demore, si es jueves, hasta el lunes siguiente.
Lo cierto es que su cadencia hace que dilatemos nuestro tiempo, y llega un momento en que cuesta trabajo distinguir el lunes del miércoles o el domingo, con lo que, si queremos mantener nuestra eficacia al volver al mundo del que procedemos, debemos atar nuestra vida con pautas temporales: matricularse en algo, fijar el día de la compra, realizar determinados actos en determinados días. Eso ayuda a fijar el tiempo y a mantener el ritmo. Eso sí, más pausado.
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