Extraña mancha amarillenta que cubre las juntas de los azulejos
Hoy, aprovechando que los muebles y enseres no llegan, he comenzado a hacer limpieza. Después de oír variadas teorías acerca de cómo alejar al insectario y bichario de la casa, dos me han parecido muy acertadas: una, fumigar la casa, limpiar y tapar agujeros; la otra, limpiar, limpiar y limpiar con lejía hasta que todo huela, por fin, a limpio, y tapar los agujeros.
Como ya estamos todas aquí (las perras y yo), abandonar la casa dos o tres días parece bastante incómodo, así que hemos optado por la segunda alternativa. He elegido un buen día, porque Bernardita se ha puesto enferma, así que he empuñado el nanas, el barreño, trapos y me he puesto manos a la obra. De rodillas en el suelo, luchando contra los restos de la última pintura que le hicieron a la casa, no sé por qué, me acordé de cómo odiaba aquellas maratonianas jornadas de ¡LIMPIEZA GENERAL! con que mis padres nos obsequiaban al llegar el verano.
Dos horas o tres después, y tras haber librado de residuos cuatro interruptores, cuatro enchufes, los rodapiés de un cuarto de salón y los azulejos del suelo de una extensión equivalente a la del rodapié, de haber eliminado las mil diminutas arañas que pueblan las paredes y de sacar brillo a una puerta que no se abre, di por concluida la primera batalla contra los bichos y en pro de la higiene en medio de un charco de sudor. Aquí hace calor, ¿os acordáis? y eso que trabajé con el aire acondicionado, como si fuera rica. Estaba exhausta.
Cuando mi marido llegó a casa, tras pisar el pasillo y la cocina recién fregados (me quedaron fuerzas para un repasillo somero al eje de la casa), mientras calentaba la comida le comenté dulcemente: “cielo, creo que necesitamos una o dos personas unos días para que me ayuden a limpiar, yo no puedo con todo”. Cielo me miró con lástima: estaba empapada de sudor y semi deshidratada; asintió y aseguró que ésa no era una obligación mía. Me sentí como una gran dama. Hecha un asquito, pero digna.
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