sábado, 5 de mayo de 2012

Una vez más, el retorno

El cuatro de mayo llegó por fin y con él mi regreso a Bissau. Fue un viaje normal y sin sobresaltos que me llevó a una ciudad fantasma. Pocos viajeros, casi ninguna luz en las calles secundarias y ausencia de movimiento en los barrios. Para ser viernes, Caracol, el más baretero y con fama de alcohólico, estaba desierto. Una bocanada de calor me pegó los vaqueros al cuerpo y noté que extrañaba el olor del país. Demasiado tiempo fuera.

Nuestro primer paseo matutino con las perras se ha llenado de saludos. Los guineenses ven con miedo que los brancos nos vayamos, dejando a miles de personas sin trabajo y vaciando de dinero el país, así que tuve muchas sonrisas, gente que me habló por primera vez con evidente alegría: si volvemos parece que todo puede arreglarse. Lo hicieron con júbilo y casi midiéndome; alguno empleó de forma consciente y clara su criollo nativo, y yo contesté con mi mezcolanza habitual, recuperado de golpe del recurso idiomático y demostrando que no los había olvidado. Pregunté por hijos, por padres, por familias... me preguntaron por el viaje, la madre (para ellos siempre es importante: mamá, saludos de todo Guinea Bissau, eres la grande mère, la mindjer garandi), la suegra (Carmina, para ti otra ración de saludos), las ferias-vacaciones… temían que no volviera. Si estoy aquí, mi marido no se va.

Hoy toca deshacer maletas, colocar, saber si no olvidé nada, ponerme al día del país y contactar con los amigos. Hay que recuperar la normalidad deprisa: traje café, compra tú pan, todavía queda algo de leche… Una mujer blanca que vi en el aeropuerto me aseguró que los supermercados reponen, pero poco para que no haya pillajes; no quieren que vuelvan los robos de los primeros días. Me informó de dónde encontrar qué, de lo que se ha acabado, de lo que no falta nunca (pescado, fruta y verdura: familia y amigos, podemos sobrevivir)… mujeres extendiendo la cadena de información de supervivencia.

Bajo todo ello, el deseo de volver a la normalidad, de forzar al país a normalizarse. Es casi misión imposible. No parece que nada pueda arreglarse fácilmente. Nos queda permanecer contemplando la evolución, esperar que embajadas y organismos no abandonen el barco con las sanciones, acatar las decisiones diplomáticas porque los intereses que las motivan van más allá de nuestro entendimiento, intentar comprender por qué tantos países quieren controlar al pobre Bissau: Senegal, Angola, Portugal, Burkina Faso… cada vez que uno adquiere protagonismo como mediador, alguien lo acusa de querer apoderarse de este mini-narco-estado-fallido. Una locura africana como tantas otras.

Más allá, el miedo al silencio e indiferencia que esta pequeña y convulsa no-nación provoca. Uno de los cinco lugares del mundo donde más gente muere pero que no preocupa a nadie. No hay imágenes de muertos y mutilados de guerra, no hay niños famélicos despertando nuestra ternura ante las cámaras. La muerte en Bissau es silenciosa y discreta, pero imparable: cólera, malaria, tuberculosis, sida, incluso simplemente diarreas o enfermedades desconocidas; malnutrición en lugar de desnutrición, desatención en incapacidad sanitaria en lugar de grandes epidemias. Por eso, aunque aquí mueren más niños que casi en ninguna parte, aunque la esperanza de vida es de las más bajas (47 años, cielos, me quedan uno y medio), aunque la pobreza (que no la miseria) se lo come todo, nadie habla de él, nadie clama por rescatar este pequeño estado africano a pesar de su amabilidad, de su escasa violencia y de ser más confortable socialmente que otros del entorno: menos mendicidad, menos robos, más tranquilidad…

Aquí nos quedamos de momento, como la gente de aquí, mirando la vida pasar. Ojalá las conversaciones lleven a algo, al menos a otros dos años de tranquilidad, y este lo-que-sea pueda desarrollarse hacia algo, estado, país o como quieran llamarlo.