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Tomada del blog inkaperusl.blogspot.com |
No sé cómo, con tanta agua y tan poca luz, se me olvidó que
el día 19 tuvieron lugar varias manifestaciones en España, a las que fui
invitada por amigos y compañeros. Me
pareció que ya era hora. No quiero parecer agitadora o revolucionaria, pero era
ya el momento de dejar de callarse y me hubiera gustado, verdaderamente, estar
allí.
Sinceramente no confío en que eso vaya a resolver nada. La
voracidad de los mercados tiene poco que ver con las medidas de los países y su
credibilidad. El margen de maniobra es muy reducido y el parecido con Grecia es
cada vez más asombroso, habida cuenta que la industria más desarrollada que
ambos países parecen poseer es el turismo de extranjeros. Me recuerda un poco a
las películas de Paco Martínez Soria. El español (o el griego) cateto e
ignorante, vestido pobremente, adulando y haciéndose el listo con las alemanas,
por decir algo.
En cualquier caso, protestar por una vez, dejar de estar en
los lugares de trabajo y en las reuniones acongojados por lo que pueda pasar,
seguir teniendo pánico en silencio al siguiente recorte, perdón, reforma, es
aún peor. Al menos salir a la calle desatasca las gargantas, libera las
energías y te hace formar parte una colectividad mayor.
Creo que las manifestaciones son un poco eso: nos animamos a
decir “ya no puedo más” a voz en grito, algo que hasta ahora no nos habíamos
sentido con fuerzas para hacer porque parecía una traición al Gobierno de
turno, y sentimos el calor de los otros; besamos, abrazamos, recuperamos
amistades perdidas y ello nos ayuda a sentirnos otra vez orgullosos de nosotros
mismos. Salir todos juntos, funcionarios y asalariados, tiene la fuerza del que
se niega a ser segmentado (divide y vencerás) por su contrato laboral, del que
se reconoce trabajador por encima de las circunstancias. Ya está bien de vergüenza
por haberse ganado el pan estudiando, curando, juzgando, arando la tierra o
alicatando cocinas. Ahora toca saber si sabremos verdaderamente tomar conciencia de lo que significa la
democracia y ser parte de un país, o seguiremos subdividiendo las
responsabilidades.
Finalmente, después de las protestas, debería venir el mea
culpa, la asunción de la responsabilidad compartida, reconocer que mientras
llovía el maná nadie daba crédito a los avisos alarmistas. Toca decir: yo
también dejé que pasara. Asumirlo y exigir que algo cambie no ahora, sino a
largo plazo, en las estructuras sociales y políticas. Aprender a ser
consecuentes cuando votamos, exigiendo ideas, proyectos y, cómo no,
responsabilidades a los dirigentes por los actos cometidos. Abandonar la
postura ingenua de: voto a éste porque es de mi ideología aunque sea un
aprovechado, un ignorante; lo voto porque si gana igual algo me cae, lo voto
para pierdan los contrarios. Abandonar la culpa que le echamos al prójimo, la
falta de ayuda si no es de mi partido, tanta tontería de tanto ganapán metido a
politiquillo o bancario (que no banquero). En resumen, cambiar la mentalidad de
hidalgo que nos lleva a pensar que lo mejor es hacernos ricos de cualquier
manera, el concepto cristiano de que el trabajo es un castigo de Dios, la avaricia
del que quiere llegar arriba sólo para pisar al de abajo por el orgullo de las
cosas bien hechas y la dignidad del buen trabajador.
Veremos si eso llega. Ahora debemos apretar el cinturón y
los dientes y aguantar el chaparrón, pero no callados y avergonzados. Nos
prometieron días de vino y rosas, pero se los han quedado los de siempre. Los
mercados nos quieren comprar a precio de saldo y se esfuerzan por abaratar el
precio mientras los que han dirigido mi país durante los últimos treinta años
nos han dejado sin fábricas, sin industrias, sin recursos para defendernos. Ellos, que se
lo han quedado todo y tienen casas, buenos sueldos y jubilaciones por nada, que
paguen también.