A veces son pruebas curiosas; cuando estuve en Polonia, los profesores con los que trabajábamos nos llevaron el primer día a beber cerveza, e insistían en ello hasta disgustarse si alguien no tomaba un poco de alcohol en la cena. Luego una compañera española que había vivido tiempo en países vecinos nos explicó que si no sabes beber y compartir, les pareces poco digno de confianza. Por supuesto, si te emborrachas también. He de decir que en aquella ocasión salimos todas las españolas muy bien paradas, al igual que los y las alemanes/as.

Cerca de nuestra casa viven dos niñas de cuatro y nueve años (más o menos, es que aquí los niños pequeños son muy grandes) que siempre nos saludan, al igual que sus padres, pero que rara vez se habían acercado a nosotros. Un día la más pequeña, haciéndose la valiente con unas compañeras que nos miraban extasiadas, se acercó decidida para demostrar que éramos amigos suyos (nosotros y las perras). Ni corta ni perezosa, alargó la mano y se la ofreció a mi marido, que, cordialmente, se la estrechó. Súbitamente su concepto del blanco la sorprendió y dio un bote: la piel era muy fina! Le cogió la mano y la acarició y miró de arriba a abajo. Luego le señaló el pelo -entonces les daba vergüenza hablar con nosotros) y él, divertido, se agachó y dejó que se lo tocara. Inmediatamente todo el grupo se acercó y lo tocó. Luego fue mi turno y después el de Dama, nuestra perra belga.
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La casa de nuestras amigas |
El tacto es tan importante como la palabra. Así como un bebé va estimulando su cerebro con diferentes texturas (cuántos niños vemos andar rozando todas las paredes y ventanas con la punta de los dedos), los niños en la Guinea testan tu humanidad tocándote. Un poco igual que los adultos. No lo pueden evitar. Si te quieren conocer no hablan, te dan la mano. El tiempo que queda sujeta es, la primera vez, muy corto, pero sirve de sondeo. Luego ya te miran a los ojos, que la vista directa les da más vergüenza.
Es curioso, y a la vez agradable, porque entiendes que ellos, aún, necesitan la cercanía del otro para sentirse bien, algo que la civilización ahoga en otros lugares, donde la gente se relaciona cada vez más por teléfono e internet. Del aislamiento viene la incomprensión y de ahí la soledad. Quizá, sólo por involución sanadora, deberíamos tocarnos un poco más para sentirnos más humanos.