jueves, 6 de septiembre de 2012

Tocarnos las manos

El comportamiento de la gente es un fiel reflejo de su cultura y costumbres; incluso de su educación. Así, cuando alguien comienza a relacionarse con personas de un país diferente, sus costumbres y hábitos nos van enseñando la sociedad en la que se desarrollan. Toda esta cháchara para decir que cuando uno llega a un país nuevo, sus habitantes lo ponen a prueba de diferentes maneras para calibrar si es digno de ser tratado o no.

A veces son pruebas curiosas; cuando estuve en Polonia, los profesores con los que trabajábamos nos llevaron el primer día a beber cerveza, e insistían en ello hasta disgustarse si alguien no tomaba un poco de alcohol en la cena. Luego una compañera española que había vivido tiempo en países vecinos nos explicó que si no sabes beber y compartir, les pareces poco digno de confianza. Por supuesto, si te emborrachas también. He de decir que en aquella ocasión salimos todas las españolas muy bien paradas, al igual que los y las alemanes/as.

En Bissau hay otras pruebas inconscientes. El jueves, en el descanso de una de las charlas, me quedé sola en la clase. Enfrente de la ventana donde estaba había dos niños, de unos siete y once años. Cuando me vieron, llevado por la curiosidad, el mayor se acercó lentamente al vano, me miró de lado, casi esquivando mis ojos, y murmuró "i kumá?" mientras introducía, despacio, la mano derecha por entre los barrotes, dejándola balancearse en el aire de lado. Alargué mi mano y se la estreché, suave y largamente. Bem, dereito, le dije. Esa fue la señal para que el otro niño se acercara y me diera la mano también. Si hubieran sido once, los once habrían repetido ese acto.

Cerca de nuestra casa viven dos niñas de cuatro y nueve años (más o menos, es que aquí los niños pequeños son muy grandes) que siempre nos saludan, al igual que sus padres, pero que rara vez se habían acercado a nosotros. Un día la más pequeña, haciéndose la valiente con unas compañeras que nos miraban extasiadas, se acercó decidida para demostrar que éramos amigos suyos (nosotros y las perras). Ni corta ni perezosa, alargó la mano y se la ofreció a mi marido, que, cordialmente, se la estrechó. Súbitamente su concepto del blanco la sorprendió y dio un bote: la piel era muy fina! Le cogió la mano y la acarició y miró de arriba a abajo. Luego le señaló el pelo -entonces les daba vergüenza hablar con nosotros) y él, divertido, se agachó y dejó que se lo tocara. Inmediatamente todo el grupo se acercó y lo tocó. Luego fue mi turno y después el de Dama, nuestra perra belga.

La casa de nuestras amigas
En este país las relaciones son todavía muy físicas, muy estrechas. Mantienen un contacto cercano unos con otros, tanto entre mujeres como entre hombres. Los niños y niñas mayores cargan en sus espaldas a sus hermanos, los hombres, jóvenes o adultos, caminan cogidos de la mano y hasta algunas veces de la cintura, como suelen hacer las mujeres. Cuando alguien te saluda, te da la mano, y si tiene confianza contigo -o quiere tenerla- la retiene un tiempo mientras te habla, sujetando así el lazo de unión entre los dos. Si un hombre o una mujer te acompañan para indicarte el camino, lo harán llevándote agrarrado, mano con mano, sin apretar, pero firmemente sujeto, como queriendo decir: yo te guío, no tengas miedo. 

El tacto es tan importante como la palabra. Así como un bebé va estimulando su cerebro con diferentes texturas (cuántos niños vemos andar rozando todas las paredes y ventanas con la punta de los dedos), los niños en la Guinea testan tu humanidad tocándote. Un poco igual que los adultos. No lo pueden evitar. Si te quieren conocer no hablan, te dan la mano. El tiempo que queda sujeta es, la primera vez, muy corto, pero sirve de sondeo. Luego ya te miran a los ojos, que la vista directa les da más vergüenza.

Es curioso, y a la vez agradable, porque entiendes que ellos, aún, necesitan la cercanía del otro para sentirse bien, algo que la civilización ahoga en otros lugares, donde la gente se relaciona cada vez más por teléfono e internet. Del aislamiento viene la incomprensión y de ahí la soledad. Quizá, sólo por involución sanadora, deberíamos tocarnos un poco más para sentirnos más humanos.

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