sábado, 21 de julio de 2012

Más cajú

Está casi finalizada la temporada de cajú o anacardo. Es, sin dudarlo, la época del año más productiva para Guinea Bissau. En dos meses recogen la mayor parte de las ganancias del año. A la producción de este fruto se han destinado gran parte de los terrenos cercanos a manglares, se han reconvertido arrozales y se han talado extensiones de selva.

Verdaderamente el producto es extraordinario. Las semillas son más grandes que en otros países y más jugosas. Su calidad hace que todos los años el país y la capital se llenen de lo que aquí llaman “indianos”, indios procedentes de la India (obviamente), pero también paquistaníes y de otras nacionalidades anexas.

Este año la campaña de cajú coincidió, desgraciadamente, con el Golpe de Estado. La incertidumbre de los primeros días y la falta de gobierno provocó la salida de muchos camiones por la frontera con Senegal sin pagar aranceles, se obviaron los precios establecidos por el país para evitar la especulación y durante unos días se produjo una venta a la baja que puede haber dado al traste con la economía de muchos pequeños agricultores. Vendieron a la desesperada por temor a que nadie comprara y no han hecho hucha suficiente para el largo año. Sus consecuencias se verán en unos meses.

La otra cara del cajú es que, como del cerdo, se aprovecha todo. El árbol da una fruta similar a una manzana (la llaman así, maçã), al menos por la forma, aunque mucho más blanda y jugosa, de la que pende una semilla protegida por una funda rígida o castanha. La maçã tiene tres aplicaciones alimenticias: una, comida al natural, aunque es un fruto que se desvirtúa muy rápidamente; dos, convertida en zumo refrescante muy apreciado por la gente del país; y la tercera, destilada y fermentada, da paso a una bebida alcohólica de igual o mayor aceptación. La semilla, después de secada, se rompe. El fruto se destina a la venta, generalmente al natural, sin tostar ni procesar por la falta de industrias de transformación, y la cáscara a veces se usa para ayudar a encender fuego. Yo el aguardiente no lo he probado, me da pavor porque aquí la graduación de esos alcoholes es estratosférica, pero el zumo me recuerda vagamente a la sidra sin fermentar. Ligero y algo insípido, pero refrescante.

Durante estos meses de producción, en la mayoría de las tabancas o aldeas se instalan dentro de las plantaciones destiladoras de manzana de cajú que son muy coloridas: se coloca entre dos palos una especie de barca de madera –un tronco vaciado- por la que baja el zumo de la fruta machacada, el jugo se recoge y a los pies de la destiladora quedan diseminadas montañas de pieles que después de secas se venden en los bordes de carreteras y caminos. Aún no sé para qué.
Destilador de cajú en medio de una plantación
Paralelamente, durante estos días de venta y exportación del fruto seco, del anacardo, los restaurantes y hoteles dan un respiro al bajón de ventas que la inestabilidad política y las sanciones han producido. Los camiones han tomado el camino del puerto (inmensos camiones repletos de sacos) y la actividad comercial se renueva.

El tiempo de la recolección se acaba y en unas semanas volveremos a la normalidad. Veremos si las ganancias han sido suficientes.

viernes, 20 de julio de 2012

Más sobre el agua

A riesgo de repetirme y ponerme pesada, he de hacer referencia al milagro del agua en Bissau. El sábado el cielo nos obsequió con una de esas tormentas en las que la virulencia del viento se hace notar con fuerza (la misma que inundó mi casa). Habíamos ido de compras a Bandim -ésa será otra historia- y repentinamente todos los tenderos comenzaron a recoger sus existencias. Esa actitud respondía a la pregunta de una amiga alemana acerca de qué pasaba con la ropa cuando llovía: saben cuándo va a ocurrir y recogen con antelación.

El caso es que tuvimos que salir con celeridad y buscamos un lugar donde tomar una cervecita fresca para hacer recapitulación del día. Entonces comenzó a llover. Reconozco que no pensé en ese momento en que tendría dificultades para volver a casa, pero cuando llamé a mi marido para que viniera a recogerme el agua en la calle formaba casi un río. Fue él quien, tras demorarse un largo rato, me comentó que la riada había hecho desaparecer prácticamente la pista de tierra que une de forma rápida nuestra casa con el centro. También me dijo que había tenido dificultades para llegar a causa del gentío. Ahí comienza, verdaderamente, el relato del hecho curioso:

Creo que para los guineenses esta tormenta no suponía un peligro, o ellos no la vieron así; un día tendré que preguntarles si diferencian unas lluvias de otras. El caso es que la cantidad de agua que cayó lo inundó todo y, contrariamente a lo que pudiéramos imaginar, lejos de huir a sus casas todo Caracol y Zona Siete se echó a la calle para bañarse. No lo digo en broma. Cuando volvíamos por el más seguro camino asfaltado, oleadas de personas regresaban por  la carretera del Estadio con bañadores, pelotas de futbol, jabón y esponjas… como siempre que es necesaria una foto, no tenía batería en el teléfono.

Las mujeres, con el cabello protegido por una bolsa a modo de gorro, posaban en traje de baño mientras otras, cubiertas con paraguas, les hacían fotos. Los niños y jóvenes se sumergieron en las lagunas que forma el agua en los arrozales y cunetas para disputar partidos de “waterfútbol” o algo así (no es waterpolo porque no saben nadar), muchos se ducharon realmente, con agua caída del cielo,  jabón y esponja, frotando enérgicamente sus cuerpos. Y, finalizada la lluvia, todos volvían a sus lugares de origen excitados y felices, con la misma algarabía que provoca el festejo de un triunfo, una boda o cualquier otra celebración. Se retiraban en grandes grupos, parlanchines, activos, sin prisa por abandonarse, como si esperaran que volviera a inundarse todo para proseguir el juego. Y no eran jóvenes, o niños, no. Podían verse familias enteras, ancianos, madres con bebés… No eran muchos, eran cientos, miles… casi no se podía pasar.

Cuando menos fue curioso. Llegamos a casa epatados –perdón por el cultismo, pero es así- y sonrientes, casi incrédulos. No hace mucho había comentado que de niña lo que más me gustaba era salir a la calle y caminar bajo la lluvia; si me hubiera atrevido (eran otros tiempos), hasta habría corrido y bailado. Ahora, viéndolos, imagino que es un instinto ancestral del ser humano que en este país es más evidente porque la cultura ha borrado menos el pasado y la naturaleza mantiene despiertos los instintos. En este caso, la celebración del milagro del agua, que da vida y riqueza al país.

jueves, 19 de julio de 2012

Y la orgía de la tecnología

Parece que no fuéramos los únicos que han sufrido con la falta de luz y agua en la casa. Las estrictas restricciones que implanté en el hogar habían tenido como consecuencia una actitud lacónica en las personas que trabajan aquí.

Sirá no encontraba paz sin lavar la ropa (la lavadora que compré en España murió a los dos meses). El jardinero se veía obligado a cortar el césped y no regar; aunque digo yo que para qué quiere regar con el agua que cae. El guarda de mañana, Floriano, estaba en un sin vivir porque no podía lavar los carros y los veía ¡tan sucios!. Y Sidi, y todos en general, porque no pueden llenar las botellas con agua del pozo, que es muy buena (mide más de noventa metros, está en la profundidad de "aguaslimpias") ni ducharse o lavarse.

Nosotros celebramos la vuelta a la tecnología durmiendo a pierna suelta y tomando ayer dos estupendos gintonics en el Bistro acompañando a una cenita. Ellos han comenzado a festejarlo a su manera: Sira lavó ayer toda la ropa con gran deleite; Floriano limpió los dos carros -aquí ver un coche sucio es síntoma de pobreza, sufren si los nuestros no lucen impolutos y resplandecientes- y Sidi llenó todas las garrafas de plástico que habían quedado vacías (entre nosotros, yo creo que las vende bien frías a quien se las pide y saca un dinerito extra).

Hoy hace dos horas que la bomba nueva no para de trabajar. Con alcachofa o sin ella, el lavado de carros con el nuevo guarda se repite -hoy Floriano tiene ferias-, se limpian barandas y terrazas exteriores y el agua corre a mares por la parcela. No sé cómo explicarles que hay que racionarla. A ellos les gusta verla correr. El milagro de abrir un grifo y ¡ala! agua a porrones y sin fin. Al principio lavaban las cosas con la manguera abierta todo el rato, dejando que corrieran ríos por doquier. Luego hubo que poner coto a tanto desmán y colocar una alcachofa con apertura y cierre en la manguera, porque a veces en dos horas nos quedábamos sin agua en los depósitos y son dos y hacen más de mil litros cada uno!!!.

Es lo que está ocurriendo hoy. Llenamos ayer por la noche los depósitos; ya están a la mitad. Hoy el personal disfruta del agua y, obviamente, de la electricidad.

miércoles, 18 de julio de 2012

Desastres (o casi)

Tenía esta vez un montón de entradas preparadas, pero al final la realidad se ha impuesto para contar sucesos urgentes. He dejado pasar el tiempo suficiente como para desdramatizarlos y poder hacer referencia a ellos con un poco de humor. Por ello el (casi) desastres del título. En fin, paso a referirlos sin más dilación.

Como la crónica de una catástrofe anunciada, todo comenzó, aunque nosotros no lo supiéramos, el miércoles. Invitamos a cenar al cónsul y su mujer, que finalizaban su estancia en el país. Encendimos el aire acondicionado, comencé a hacer un delicioso pastel en el horno y... efectivamente, se fue la luz.  Después de varios intentos y de retrasar la cena una media hora, conseguimos realizarla, eso sí, sin pastel. Menos mal que trajimos chocolate!

Ahí quedó la cosa. Viernes noche (a eso de las dos y media de la madrugada), mi marido fue a despedirlos al aeropuerto y a recibir a otras personas que llegaban. Cuando llegó, el automóvil humeaba y no andaba a más de cuarenta por hora. Conclusión: consiguió volver a casa y ahí quedó el coche hasta el lunes. Menos mal que tenemos otro!

Sábado tarde. Súper tormenta. Llegamos a casa: dos palmos de agua en la planta baja y la primera. Una hora achicando. Malditas puertas, llenas de agujeros! La luz se va. Bueno, es normal, a veces pasa ;P! Llamamos al distribuidor, a la sazón Campo Sueco, y tras subir nuestro disyuntor la casa se convierte en una discoteca con todas las luces y electrdomésticos parpadeando y pitando. Guay!! Apago todo, conectamos el generador, cambiamos los disyuntores para nutrirnos de nuestra propia energía y... el generador se apaga. Paciencia, será un fallo; repetimos la operación y... se apaga. A la tercera, el generador ya ni se encendía siquiera. Conclusión: nos quedamos sin luz (y por ende, sin agua). Resignados, nos acostamos. No hay menos mal que valga.

Domingo mañana. Cambio la batería del generador por la del coche averiado, nada de nada, salvo chispitas en un cable. Armada de valor, y animada por el guarda, que me mira divertido, corto el dichoso cable, pelo un trozo y vuelvo a conectar: ¡arranca! En cuanto hacemos el trasiego de luz para la casa, muere nuevamente.

Amablemente, el electricista del Campo Sueco accede a venir, con su lumbalgia -yo diría hernia- a cuestas. Le doy dos ibuprofenos. Tras mucha inspección, decide que tenemos mal el cable que lleva la energía de la entrada de luz hasta la casa. Solución: sesenta metros de cable (trescientos cincuenta euracos de ala, que si lo digo en francos impresiona más: doscientos cuarenta mil), una mañana entera de faena, calor y, finalmente, luz. Alegres, conectamos todo y... no hay agua. La bomba o las bombas no funcionan. El hombre nos mira angustiado: un especialista, murmura. Lo dejamos marchar. Hay luz, dos días ya sin agua. Menos mal que los depósitos están llenos y en la planta baja de la casa, por inercia, el agua cae. Restricción de agua: no lavado de coches, no lavado de cepillos ni otras cosas.

Lunes, ocho de la mañana. Viene el chófer de un amigo, por cierto buen electricista. Mira, dice que va a pensar, se marcha... seis de la tarde, vuelve con un colega. Deciden que la placa de la bomba se ha quemado, lo que es verdad -apesta- y corren a comprar otra. Misión imposible, todo cerrado. Más restricciones de agua: no lava ropa, no riega jardín, no lava cacharros cocina, no cocer alimentos, no limpia barandas, no grifos abiertos... los empleados miran por encima del hombro sabiendo que cada vez que se acercan al grifo salgo a fiscalizar. Aún queda agua en el depósito.

Martes, nueve de la mañana. Cuatro días sin agua. El bombero que va a comprar con mi marido la bomba no aparece. Por suerte, porque quería una bomba que a nosotros no nos convence. Mi marido va a la mejor y más cara y fiable ferretería, Casa Correia, y apalabra una. Ciento cuarenta mil francos (doscientos y pico euros). Finalmente vienen, la instalan... y no funciona la otra, la sumergible que saca el agua del pozo. Miran, desmontan... y dicen que está muerta también. No podemos comprobarlo; hay que sacarla con una grúa especial. Llamo a mi marido. Habla con la dueña. Llama a la empresa del pozo... Aún hay agua en los depósitos gracias a un ahorro extraordinario. Hasta las perras beben agua de botella -y poca- para no gastar la de lavarse.

Martes, tres y media. Chaparrón por todo lo alto. Llega la cuadrilla del pozo. Miran, miran. Se empapan, cortan la luz para no morir electrocutados. La boma sumergible ha quedado desconectada, la conectan. Revisan las conexiones hechas con la bomba exterior: mal hechas. No llega potencia a la bomba interior. Cambian cables, meten las tres fases necesarias. Conectamos la corriente, encendemos luces, abrimos grifos... ¡eureka! Y éstos no han querido cobrarnos!! Hasta los guardas se ríen satisfechos. Son las cinco de la tarde y aún no hemos comido.

En fin, cuatro días y más de quinientos euros para conseguir tener luz y agua. Se dice pronto. No queremos saber si alguno de los primeros diagnósticos estuvo mal. Ahora un enorme cable recorre colgando la casa, pero qué importa la estética. Sólo queda un aire acondicionado quemado, el del dormitorio. Menos mal que trajimos en una maleta un ventilador!

He omitido, por no aburrir, las discusiones con los técnicos que han venido porque a mí no me hacían ni caso, ni siquiera el chófer me hacía caso, y a mi marido por teléfono tampoco. Enojada, llegué a afirmar que mi esposo decía que iba a matar a alguien, pero que las mujeres éramos las malas de verdad y yo sí que iba a cometer un asesinato. Fue un acto teatral, pero entendieron que lo siguiente era mandarlos a la calle y se avinieron a razones.

Espero no haberme extendido demasiado. Es la demostración de que en África ni el dinero lo puede todo (no ahora, no como queremos). Ésta es nuestra vida, a veces, aquí. Hay otra: la de cuando todo funciona y, como espero, los fines de semana se llenan de comidas y cenas (ya hay dos apalabradas). Por cierto, el coche no tenía líquido refrigerante y no le funcionaba el ventilador del motor. Necesita un diagnóstico informático. Cambiaremos de mecánico.

Uf, hasta otra. AVENTURA SUPERADA (tocad madera).