El caso es que tuvimos que salir con celeridad y buscamos un
lugar donde tomar una cervecita fresca para hacer recapitulación del día.
Entonces comenzó a llover. Reconozco que no pensé en ese momento en que tendría
dificultades para volver a casa, pero cuando llamé a mi marido para que viniera
a recogerme el agua en la calle formaba casi un río. Fue él quien, tras
demorarse un largo rato, me comentó que la riada había hecho desaparecer
prácticamente la pista de tierra que une de forma rápida nuestra casa con el
centro. También me dijo que había tenido dificultades para llegar a causa del
gentío. Ahí comienza, verdaderamente, el relato del hecho curioso:
Creo que para los guineenses esta tormenta no suponía un
peligro, o ellos no la vieron así; un día tendré que preguntarles si diferencian
unas lluvias de otras. El caso es que la cantidad de agua que cayó lo inundó
todo y, contrariamente a lo que pudiéramos imaginar, lejos de huir a sus casas
todo Caracol y Zona Siete se echó a la calle para bañarse. No lo digo en broma.
Cuando volvíamos por el más seguro camino asfaltado, oleadas de personas regresaban
por la carretera del Estadio con
bañadores, pelotas de futbol, jabón y esponjas… como siempre que es necesaria
una foto, no tenía batería en el teléfono.
Las mujeres, con el cabello protegido por una bolsa a modo
de gorro, posaban en traje de baño mientras otras, cubiertas con paraguas, les
hacían fotos. Los niños y jóvenes se sumergieron en las lagunas que forma el
agua en los arrozales y cunetas para disputar partidos de “waterfútbol” o algo
así (no es waterpolo porque no saben nadar), muchos se ducharon realmente, con
agua caída del cielo, jabón y esponja,
frotando enérgicamente sus cuerpos. Y, finalizada la lluvia, todos volvían a
sus lugares de origen excitados y felices, con la misma algarabía que provoca
el festejo de un triunfo, una boda o cualquier otra celebración. Se retiraban
en grandes grupos, parlanchines, activos, sin prisa por abandonarse, como si
esperaran que volviera a inundarse todo para proseguir el juego. Y no eran
jóvenes, o niños, no. Podían verse familias enteras, ancianos, madres con
bebés… No eran muchos, eran cientos, miles… casi no se podía pasar.
Cuando menos fue curioso. Llegamos a casa epatados –perdón
por el cultismo, pero es así- y sonrientes, casi incrédulos. No hace mucho
había comentado que de niña lo que más me gustaba era salir a la calle y
caminar bajo la lluvia; si me hubiera atrevido (eran otros tiempos), hasta
habría corrido y bailado. Ahora, viéndolos, imagino que es un instinto
ancestral del ser humano que en este país es más evidente porque la cultura ha
borrado menos el pasado y la naturaleza mantiene despiertos los instintos. En
este caso, la celebración del milagro del agua, que da vida y riqueza al país.
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