viernes, 20 de julio de 2012

Más sobre el agua

A riesgo de repetirme y ponerme pesada, he de hacer referencia al milagro del agua en Bissau. El sábado el cielo nos obsequió con una de esas tormentas en las que la virulencia del viento se hace notar con fuerza (la misma que inundó mi casa). Habíamos ido de compras a Bandim -ésa será otra historia- y repentinamente todos los tenderos comenzaron a recoger sus existencias. Esa actitud respondía a la pregunta de una amiga alemana acerca de qué pasaba con la ropa cuando llovía: saben cuándo va a ocurrir y recogen con antelación.

El caso es que tuvimos que salir con celeridad y buscamos un lugar donde tomar una cervecita fresca para hacer recapitulación del día. Entonces comenzó a llover. Reconozco que no pensé en ese momento en que tendría dificultades para volver a casa, pero cuando llamé a mi marido para que viniera a recogerme el agua en la calle formaba casi un río. Fue él quien, tras demorarse un largo rato, me comentó que la riada había hecho desaparecer prácticamente la pista de tierra que une de forma rápida nuestra casa con el centro. También me dijo que había tenido dificultades para llegar a causa del gentío. Ahí comienza, verdaderamente, el relato del hecho curioso:

Creo que para los guineenses esta tormenta no suponía un peligro, o ellos no la vieron así; un día tendré que preguntarles si diferencian unas lluvias de otras. El caso es que la cantidad de agua que cayó lo inundó todo y, contrariamente a lo que pudiéramos imaginar, lejos de huir a sus casas todo Caracol y Zona Siete se echó a la calle para bañarse. No lo digo en broma. Cuando volvíamos por el más seguro camino asfaltado, oleadas de personas regresaban por  la carretera del Estadio con bañadores, pelotas de futbol, jabón y esponjas… como siempre que es necesaria una foto, no tenía batería en el teléfono.

Las mujeres, con el cabello protegido por una bolsa a modo de gorro, posaban en traje de baño mientras otras, cubiertas con paraguas, les hacían fotos. Los niños y jóvenes se sumergieron en las lagunas que forma el agua en los arrozales y cunetas para disputar partidos de “waterfútbol” o algo así (no es waterpolo porque no saben nadar), muchos se ducharon realmente, con agua caída del cielo,  jabón y esponja, frotando enérgicamente sus cuerpos. Y, finalizada la lluvia, todos volvían a sus lugares de origen excitados y felices, con la misma algarabía que provoca el festejo de un triunfo, una boda o cualquier otra celebración. Se retiraban en grandes grupos, parlanchines, activos, sin prisa por abandonarse, como si esperaran que volviera a inundarse todo para proseguir el juego. Y no eran jóvenes, o niños, no. Podían verse familias enteras, ancianos, madres con bebés… No eran muchos, eran cientos, miles… casi no se podía pasar.

Cuando menos fue curioso. Llegamos a casa epatados –perdón por el cultismo, pero es así- y sonrientes, casi incrédulos. No hace mucho había comentado que de niña lo que más me gustaba era salir a la calle y caminar bajo la lluvia; si me hubiera atrevido (eran otros tiempos), hasta habría corrido y bailado. Ahora, viéndolos, imagino que es un instinto ancestral del ser humano que en este país es más evidente porque la cultura ha borrado menos el pasado y la naturaleza mantiene despiertos los instintos. En este caso, la celebración del milagro del agua, que da vida y riqueza al país.

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