De momento, igual que cuando pienso en Biomendé me poco un poco triste, cuando hablamos de Guatna mi marido y yo nos mondamos de risa. Según tengo entendido es hermano de la niña, hijo de los mismos padres, pero no se parece en nada a su hermana. Dado el jaleo de familia que se traen, juraría que sólo es hermano de padre.
Guatna es un niño de cinco o seis años saludable, cuadrado, fuerte. Nunca, ni cuando llegó, ha sido tímido. Desde el primer día nos saluda a gritos. Hasta hace bien poco me llamaba por el nombre de mi marido, creo que pensaba que era un sinónimo de "blanco" o algo así. Levanta el brazo en alto cuando ve pasar nuestro coche, juega al fútbol como un loco y se pelea con Ericson e Isnabá (ésa es otra familia, un hermano de Eva) como si todos fueran de la misma edad, aunque él es el más pequeño. He de decir que casi nunca pierde.
En contraste con Eric, tan menudo y algo enfermizo, la fortaleza de Guatna es simpática. Suele estar de buen humor y no le gusta ir vestido. Cuando lo llamo para darle algo (caramelos, o galletas), tengo que reñirlo y recordarle que ha de calzarse para que no lo piquen los bichos. Al fútbol juega descalzo porque las chanclas le molestan. Cuando viene del cole, si hace calor -cosa que ahora pasa mucho-, se quita la camiseta y la guarda en la mochila, y así va por la calle, descalzo y medio desnudo, con el banco del cole en la cabeza y arrastrando la mochila medio rota.
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Ericson y Guatna |
Podría asegurar que Guatna es feliz. Su hermana lo cuida algunas horas, trepa a los árboles como un acróbata, vive sin problemas ni normas y parece no haber salido todavía de la tabanca. Va al colegio sin protestar (está en "pre", pre-escolar, supongo), y cuando Eric hace el camino llorando porque no le gusta la escuela -¡qué raro, en España a todos les gusta!- él lo mira divertido y se burla.
Quería hablar de él porque a veces las entradas son muy sensibleras, y la realidad, a pesar de todo, es más positiva y más vital. Hasta Eric hace mucho tiempo que no va al hospital, y su primo y él parecen un par de zánganos buscando una trastada que hacer. Ahora Guatna también cuida de alguien, porque ha llegado el hermano pequeño de Eva, Jelsson, que tiene algo más de dos años, y él juega y lo cuida complacido; así que cuando el bebé ve a nuestros vecinos, da grititos de alegría y corre a provocarlos.
Ésa es mi entrada de hoy. Una entrada positiva. No sé qué será de los niños perdidos en el futuro. Por ahora, entre la casa de al lado y la del carpintero hay más de quince entre menores y adolescentes por aquí. Riendo y jugando, creciendo. Otro día os hablaré de Eva. Esa sí que es lista. De Eva y sus diez hermanos.
Ayer vino una amiga a visitarnos y se quedó a comer. Fue de esas visitas imprevistas que te pillan con lo que hay, pero fue crema de calabaza y pulpo a la gallega. Quedaban unos cuantos bollos suizos que hice para el desayuno y un yogur aguado de mi primera intentona africana para hacer ese lácteo.
Habíamos comido con ella el domingo en Artissan, la cooperativa de Quinhamel, y hablábamos entonces de que uno de mis sueños era tener una granja y producir huevos ecológicos. No pollos, ni otros animales, porque luego hay que matarlos. Huevos de corral. Y una huertita, setas y hongos tal vez... Ayer, a la vista de los bollos suizos (el viernes hice pan de hamburguesas y ando a vueltas con la masa madre para hacer pan casero casero y cuajo por si un quesito), le hice una confesión: soy una maruja disfrazada de intelectual. Ella se moría de la risa, pero en el fondo, ésa es la verdad. Lo que no sé es cómo llegué a hacer tantas otras cosas.
Me explico: sé coser, me encanta cocinar, paso las horas muertas arreglando cosas en casa, construyendo, reciclando… Puedo estar horas buscando recetas en Internet y otro tanto experimentándolas. Para mi desgracia, también tengo una manía lectora compulsiva (cuando abro un libro ya no puedo sacar el cerebro de él hasta que lo acabo) y un afán por meterme en todos los proyectos educativos que me ofrecen, lo que me divide en dos: la maruja y la especialista, la reconcentrada y la comunicadora, la meditadora y la hiperactiva. Igual te hago una faldita que doy una clase de Pilates o te enseño técnicas de comunicación. La repera. Eso, unido a la fascinación que me produce la tecnología (informática, acústica, mecánica…) casi no me deja tiempo para vivir.
Nunca he considerado esta dicotomía una bendición. Antes bien, me parece una maldición gitana. Porque nunca sé a qué atenerme y, de la misma manera que mil veces pienso en retirarme de mundanal ruido y ponerme a la granja con toda mi alma, otras mil el cuerpo me pide marcha y vuelvo a plantearme el doctorado, los cursos de especialista e innumerables gaitas más. Dita sea, no sé quién se empeñó en hacerme creer que necesitaba el intelecto para ser feliz. Con lo bien que se está con las manos en la masa y sin pensar en nada.
Si alguien piensa que voy a hablar de lujos, que deje de leer ya, porque de lo que voy a hablar es de cómo pequeños detalles hacen que la calidad de vida que tenemos aquí pase de cero a cien en un minuto (en este caso, en media hora).
El caso es que el sábado me llamó mi vecina, con la que había quedado para comer, diciéndome que tenía un electricista en casa. ¿Para qué, os preguntaréis? Para solucionar un problema de escasez de energía que nos acuciaba desde hace meses. El nuevo Gobierno de Transición se propuso surtir de energía a la capital de forma ininterrumpida y eso significó que teníamos -tenemos- electricidad del Estado de forma casi permanente.
El problema deriva de que a nuestras casas, la mía y la de mi vecina, la potencia que llegaba era muy débil, de forma que ni la bomba del agua funcionaba. La consecuencia era que para ducharse y usar electrodomésticos había que conectar el generador, que nosotros sólo teníamos electricidad en medio salón y el cuarto contiguo al dormitorio y el salón lo recorrían dos grandes alargadores: uno para llevar energía a la nevera, en la cocina, y el otro para poder conectar el ordenador; éste último lo subíamos por las noches para poder encender un ventilador o un aire en el dormitorio llevando la energía desde la habitación de al lado. Funcionaba un aire acondicionado en toda la casa y en la cocina teníamos puesta una lámpara a pilas sujeta con un imán a la campana extractora. Por supuesto, subíamos una botella de agua al dormitorio para lavarnos los dientes.
A esa rutina estábamos ya acostumbrados, tanto que cuando teníamos energía de nuestro otro proveedor, el Campo Sueco, por inercia encendíamos la lámpara de la cocina o subíamos con la linterna para acostarnos. ¿Por qué estas condiciones? Porque abastecernos con nuestra propia energía, con el generador, saldría más caro que vivir en un hotel-resort de lujo en el Caribe.
Pues bien, todo eso se ha acabado. Tras meses de quejas, de que nos cambiaran las conexiones para dejarlas peor, de que nos dijeran que teníamos que comprar un cable más grueso para llevar la electricidad hasta nuestra casa, de pedirnos que escribiéramos cartas, contratásemos más potencia... al final esa mañana un electricista eficaz fue a casa de mi vecina, cambió dos cables de sitio, hizo dos puentes y la luz inundó su casa. Me llamó conmocionada y me lo dijo. Oye, dile si puede venir a mi casa, le supliqué. Y amablemente vino.
En media hora, por arte de magia, la bomba del agua empezó a funcionar, las bombillas de casa se encendían todas y nos podíamos duchar en el baño principal. La pera. Sólo me cobró doce euros. Estuve a punto de abrazarlo de emoción. Conecté los aparatos olvidados, quité los alargadores y regletas y parece que vivimos de forma normal. Sólo puedo poner un aire acondionado de cada vez, pero ¿quién necesita más? Y a eso ya estaba acostumbrada. Pero a hacer los huevos fritos a la luz de una linterna gigante, pero linterna al fin y al cabo...