lunes, 15 de octubre de 2012

Calidad de vida

Si alguien piensa que voy a hablar de lujos, que deje de leer ya, porque de lo que voy a hablar es de cómo pequeños detalles hacen que la calidad de vida que tenemos aquí pase de cero a cien en un minuto (en este caso, en media hora).

El caso es que el sábado me llamó mi vecina, con la que había quedado para comer, diciéndome que tenía un electricista en casa. ¿Para qué, os preguntaréis? Para solucionar un problema de escasez de energía que nos acuciaba desde hace meses. El nuevo Gobierno de Transición se propuso surtir de energía a la capital de forma ininterrumpida y eso significó que teníamos -tenemos- electricidad del Estado de forma casi permanente.

El problema deriva de que a nuestras casas, la mía y la de mi vecina, la potencia que llegaba era muy débil, de forma que ni la bomba del agua funcionaba. La consecuencia era que para ducharse y usar electrodomésticos había que conectar el generador, que nosotros sólo teníamos electricidad en medio salón y el cuarto contiguo al dormitorio y el salón lo recorrían dos grandes alargadores: uno para llevar energía a la nevera, en la cocina, y el otro para poder conectar el ordenador; éste último lo subíamos por las noches para poder encender un ventilador o un aire en el dormitorio llevando la energía desde la habitación de al lado. Funcionaba un aire acondicionado en toda la casa y en la cocina teníamos puesta una lámpara a pilas sujeta con un imán a la campana extractora. Por supuesto, subíamos una botella de agua al dormitorio para lavarnos los dientes.

A esa rutina estábamos ya acostumbrados, tanto que cuando teníamos energía de nuestro otro proveedor, el Campo Sueco, por inercia encendíamos la lámpara de la cocina o subíamos con la linterna para acostarnos. ¿Por qué estas condiciones? Porque abastecernos con nuestra propia energía, con el generador, saldría más caro que vivir en un hotel-resort de lujo en el Caribe.

Pues bien, todo eso se ha acabado. Tras meses de quejas, de que nos cambiaran las conexiones para dejarlas peor, de que nos dijeran que teníamos que comprar un cable más grueso para llevar la electricidad hasta nuestra casa, de pedirnos que escribiéramos cartas, contratásemos más potencia... al final esa mañana un electricista eficaz fue a casa de mi vecina, cambió dos cables de sitio, hizo dos puentes y la luz inundó su casa. Me llamó conmocionada y me lo dijo. Oye, dile si puede venir a mi casa, le supliqué. Y amablemente vino.

En media hora, por arte de magia, la bomba del agua empezó a funcionar, las bombillas de casa se encendían todas y nos podíamos duchar en el baño principal. La pera. Sólo me cobró doce euros. Estuve a punto de abrazarlo de emoción. Conecté los aparatos olvidados, quité los alargadores y regletas y parece que vivimos de forma normal. Sólo puedo poner un aire acondionado de cada vez, pero ¿quién necesita más? Y a eso ya estaba acostumbrada. Pero a hacer los huevos fritos a la luz de una linterna gigante, pero linterna al fin y al cabo...

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