martes, 16 de octubre de 2012

Mi verdadero yo


Ayer vino una amiga a visitarnos y se quedó a comer. Fue de esas visitas imprevistas que te pillan con lo que hay, pero fue crema de calabaza y pulpo a la gallega. Quedaban unos cuantos bollos suizos que hice para el desayuno y un yogur aguado de mi primera intentona africana para hacer ese lácteo.

Habíamos comido con ella el domingo en Artissan, la cooperativa de Quinhamel, y hablábamos entonces de que uno de mis sueños era tener una granja y producir huevos ecológicos. No pollos, ni otros animales, porque luego hay que matarlos. Huevos de corral. Y una huertita, setas y hongos tal vez... Ayer, a la vista de los bollos suizos (el viernes hice pan de hamburguesas y ando a vueltas con la masa madre para hacer pan casero casero y cuajo por si un quesito), le hice una confesión: soy una maruja disfrazada de intelectual. Ella se moría de la risa, pero en el fondo, ésa es la verdad. Lo que no sé es cómo llegué a hacer tantas otras cosas.

Me explico: sé coser, me encanta cocinar, paso las horas muertas arreglando cosas en casa, construyendo, reciclando… Puedo estar horas buscando recetas en Internet y otro tanto experimentándolas. Para mi desgracia, también tengo una manía lectora compulsiva (cuando abro un libro ya no puedo sacar el cerebro de él hasta que lo acabo) y un afán por meterme en todos los proyectos educativos que me ofrecen, lo que me divide en dos: la maruja y la especialista, la reconcentrada y la comunicadora, la meditadora y la hiperactiva. Igual te hago una faldita que doy una clase de Pilates o te enseño técnicas de comunicación. La repera. Eso, unido a la fascinación que me produce la tecnología (informática, acústica, mecánica…) casi no me deja tiempo para vivir.

Nunca he considerado esta dicotomía una bendición. Antes bien, me parece una maldición gitana. Porque nunca sé a qué atenerme y, de la misma manera que mil veces pienso en retirarme de mundanal ruido y ponerme a la granja con toda mi alma, otras mil el cuerpo me pide marcha y vuelvo a plantearme el doctorado, los cursos de especialista e innumerables gaitas más. Dita sea, no sé quién se empeñó en hacerme creer que necesitaba el intelecto para ser feliz. Con lo bien que se está con las manos en la masa y sin pensar en nada.





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