miércoles, 5 de octubre de 2011

La lluvia

Ayer, de repente, empezó a llover. Hacía días que no caía una gota de agua y ya empezaba a temerse que la estación húmeda estuviera acabando: el sol pica con fuerza y un calor sofocante y húmedo trepa por los pies desde el suelo como cuando comienza la evaporación. Así que la lluvia nos pilló de improviso, con planes y citas pendientes. Empezó a llover y se acabó todo. Al menos para los europeos, que no estamos hechos a estas climatologías. La gente del país deja que pase lo peor y comienza de nuevo a llenar las calles en su eterno caminar de un lugar a otro.
Pero a nosotros esta lluvia nos da miedo: cae como si no hubiera llovido nunca (mi marido dice que llueve de arriba, de abajo y de lado), con una fuerza arrolladora, y los truenos y relámpagos crecen desde el cielo en mil direcciones: la luz y el sonido se expanden por el espacio y, una vez acabada la tempestad, se repiten como estertores durante horas, hendiendo la noche con broncos bramidos.

Un "pequeño" relámpago (PCG)

A mí, que es la segunda tormenta fuerte que vivo (la primera fue nada más llegar), me impresionó, y, como cuando era niña, me sacó a la terraza para ver la luz recortar figuras fantasmales en la noche. ¡Qué poético! Lo cierto es que, tras el aguacero, salimos a ver a una familia con quien teníamos una cita y comprobamos que, para los guineenses, las tormentas son fenómenos naturales que, además, les hablan de prosperidad. Sin lluvia no hay agua, y este país depende de sus manglares, sus ríos y sus cosechas. De cajú, sí, pero también, y mucho, de arroz.
La carretera de camino al café Días y días (antes Imperio) estaba repleta de coches, de gente paseando y de tiendecitas que estaban volviendo a abrir. Ya sonaba música en los bares y el semáforo que une esa calle de la zona 7 con la carretera principal (la que va desde el aeropuerto a la Plaza de los Héroes Nacionales) presentaba un atasco monumental que nos llevó casi media hora superar. Me sentí, a pesar de todo, como en casa. Como un día de lluvia en Madrid. La diferencia: aquí nadie estaba agobiado (el tiempo en África tiene otra medida) y ni siquiera miraban el cielo, donde seguían coleando rayos y truenos. ¡Lo que es estar habituado a tanta energía!
Al final, como en Madrid, superado el atolladero, la carretera estaba vacía y llegamos con el retraso habitual de las grandes capitales y la excusa consabida: “¡el tráfico estaba fatal!” Curioso, ¿no?

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