Nos pasó con la primera inundación, recién limpia la casa, y nos ha vuelto a pasar. El arreglo del canalizador-fontanero que perforó el suelo del baño principal, que se cargó el techo de la cocina y que juró que todo estaba arreglado ha vuelto a astragarse. Por no decir otra cosa. Emocionada y feliz ante la experiencia de hacer la comida del día, y según comenzaba a picar finamente los ingredientes… una lluvia igualmente fina comenzó a refrescarme piadosamente la cabeza para que no me asfixiara con el trabajo. Miré hacia el techo y allí estaba, otra vez, la gotera. Además, se reventaron el grifo de una bañera y dos latiguillos de sendas cisternas. En esta ocasión he cogido yo las herramientas y me he puesto manos a la obra, porque se va el dinero en reformas que es un gusto.
Por otro lado, las reparaciones previas a la época de lluvia han instalado a cinco aguerridos jóvenes (alguno no tanto) en las terrazas para hacer una pendiente adecuada y que puedan desaguar hacia la calle y no hacia la pared. Esta observación en una lluvia española media no sería muy relevante, pero aquí en plenas aguas torrenciales se vuelve reveladora. Y mohosa en el dormitorio principal.
Así que parte de nuestra obligación diaria es reformar y mejorar la vivienda, y aquí estoy, cuatro meses después, otra vez con golpes, polvo, agua, cemento…encerrada en el salón y con tantos feligreses que voy a fundar una comunidad: la del cemento del último día. La diferencia es que, esta vez, tengo sofá. Así que en lugar de montar muebles y sentarme en una silla a descansar, cuando me canso de ser fontanera me tiro en el sofá y hago de señora. Esa sería otra historia, la alabanza del sofá...
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