Cuando llegamos a Bissau nos escandalizaba el descaro con que el aparato del gobierno funcionaba. Los sobornos y pagos silenciosos, la apropiación de bienes públicos, la desaparición de miles de millones de subvenciones que nunca llegaron de verdad al país. Pensábamos que era un lugar tercermundista. Ja.
A raíz de un artículo que llegó por internet, en el que una corresponsal alemana hablaba de la crisis española a sus compatriotas en términos de corrupción y perversión del sistema, la reflexión que ya latía dentro de nosotros (África empieza en los Pirineos) se hizo abierta y manifiesta. Sabemos que en España hay una corrupción feroz, despiadada, que ha llevado a lugares desconocidos miles de millones de fondos de la Unión Europea que no han creado riqueza ni estructuras modernas (aparte de las carísimas autopistas y el AVE), que no han generado industria, que han subvencionado modos de vida no productivos. En España, en Italia, en Grecia, en Portugal. Recibimos dinero y nos dejamos hacer.
Por si esa conciencia fuera poca, la certeza de los últimos acontecimientos en España, vista desde lejos, es desoladora. Un gobierno que se jacta de recortar presupuestos y se aplaude a sí mismo en lugar de comprender, lamentar y manifestar algo de "empatía" (¿sabrán lo que es?) por los que lo pasan mal, muy mal. Un sistema no democrático -no elegimos a nuestros representantes- que se basa en el feudalismo: un jefe que dice quién entra y quién sale de la foto y que no debe responsabilidades a nadie (eso va por todos nuestros partidos, ¿eh?, que todavía no los he visto a todos juntos exigir listas abiertas). Un sistema en el que una persona no es un voto, es lo que valga la autonomía en que viva o la ideología que represente. Un sistema en el que no hay transparencia ni, por qué callarlo, vergüenza.
El Gobierno de turno, esta vez del PP, lanza la policía contra los manifestantes con la clara intención de matar dos pájaros de un tiro: ensuciar la imagen de las únicas fuerzas de seguridad democráticas del Estado y asustar a los discrepantes. Estoy segura de que hubo provocadores, sí, pero de todo color y cariz: sé de muchos radicales de ambos lados (izquierda y derecha) que buscan la confrontación para sacar provecho propio. En el medio, la masa ciega que brama sin saber y que se deja llevar de un lado a otro, con sensación de oveja: ahora grito contra unos, ahora protesto contra otros.
Los recortes más descarados de la historia reciente de España, una vez desprestigiados los pilotos, los constructores, los albañiles y fontaneros, los profesores, los médicos, los funcionarios y tal (oiga, cada vez quedan menos para emponzoñar), destruida la clase media y llevada hacia la indigencia, hablan de reducción de derechos y aumento de impuestos. Mientras, el Parlamento aprueba un bono taxi de más de dos mil euros por diputado al año, aumenta la subvención de la cafetería del Congreso, paga multas de estacionamiento a los coches oficiales, destina dinero público para el pago de plazas de aparcamiento en aeropuertos...
El descaro es lo que hace la corrupción más evidente. Es esa eterna sensación de ser omnipotente, indestructible y todopoderoso lo que lleva a nuestros políticos a semejantes desfachateces. No es que estén bien o mal, es que hay que saber guardar las apariencias en tiempos tan complicados. Les fallan las formas por prepotencia. No somos tan distintos de Guinea Bissau. Y ni siquiera protestamos juntos no siendo que vayamos a parecer de otra ideología. Como si el problema fueran la derecha o la izquierda, y no la corrupción del sistema. Qué pena de país.
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