Cuando dije que venía a vivir a Guinea Bissau, mis amigas me repetían eso de "yo tuve una granja en África" de aquella famosa película de Sydney Pollack, tarareando la melodía principal de la banda sonora. Bueno, ojalá yo fuera Meryl Streep y creo que en nada se parece la sabana a esta densa selva tropical. Rara vez cuento episodios que suenen a exótico y romántico en este país, que rememoren el colonialismo. Es cierto que los problemas diarios esconden muchas veces el encanto de este lugar; que los árboles no te dejan ver el bosque, vamos.
Hoy voy a hacer referencia a uno de esos lugares que te recuerdan que estás en África y que "vivimos como ricos". La ciudad, creo que ya lo he comentado, como el país, vive de espaldas al mar. No hay paseos marítimos ni playas de arena blanca en las que sofocar el calor. Ello hace que la mayor parte del tiempo suframos una especie de claustrofobia visual. El terreno es llano y la selva, cerrada y verde, lo invade todo; los manglares y campos de cultivo abarcan lo el ojo puede ver y nos privan del horizonte. Yo, a veces, subo a la terraza más alta de la casa para poder descansar la vista fijándola en el infinito. Mucha gente no es tan afortunada.
En parte por eso muchos domingos nos vamos a Quinhamel. Es una localidad sin ningún atractivo especial, no más que Ilondé u otras que están en el camino, aunque posee dos peculiaridades que la hacen muy apreciada; la primera, aloja una cooperativa en la que se hacen tapices y paños muy bien trabajados en grandes telares; la segunda, ofrece diversos lugares para comer. Uno de ellos está dentro de esta cooperativa, ARTISSAL, con una piscinita y sala de reuniones; otro, un poco más adelante y dentro ya del "mato", que pertenece a un portugués y ofrece ostras de, al parecer, buena calidad (aquí llaman ostras a un molusco que parece un híbrido entre una ostra y un mejillón, es muy apreciado por la población en general), y un tercero, el Mar Azul, que pertenece a varios socios, uno de ellos libanés.
Es poco más lo que hay que vender a una población sedienta de descanso. Una terraza cubierta donde la lluvia no entra, camarões y ostras a la brasa, cerveza fría y horizonte para disfrutar: cielo azul, agua y tierra a la vista. Nos hemos vuelto aficionados a ese lugar. Casi todos los domingos huímos hacia allí con algún amigo o conocido, dispuestos a relajarnos. Su atractivo es igual para blancos y negros. Es la parte colonialista. Indios que juegan al criquet y al waterpolo, africanos con sus familias, árabes, chinos, europeos... nos congregamos en los días de la estación húmeda esperando ver el sol y el más allá, aprovechando los ratitos de luz radiante para darse un bañito en la piscina o en la playa lodosa del río, paladeando peces recién pescados, hummus, arroz y patatas fritas en aceite de oliva entre palmeras, cajú y cientos de pájaros amarillos que anidan en los alrededores. Faltan el concierto para clarinete de Mozart y la música de John Barry para soñar con el paraíso. Todo un lujo africano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario