miércoles, 12 de octubre de 2011

Primera aventura

El miércoles siguiente a nuestra llegada mi marido organizó una visita a las islas Bijagós. Como hombre responsable que es, se debatió entre la prudencia de quedarse en casa, ya que aún era temporada de lluvias, y la obligación de enseñarnos el mejor paraje de que dispone este país. Al final después de mucho cavilar, se puso en contacto con Bob, el dueño de un hotelito de Rubane que tiene varios barcos, transporta gente a las islas y hace excursiones de pesca. Bob le aseguró que la mar estaría en calma y nos asomamos al paraíso de las islas, y digo asomamos porque sólo atisbamos a ver su belleza.

La partida fue, como todo aquí, impresionante (voy a desgastar la palabra). La barca de Bob, con él al mando, llegó media hora tarde y subimos a ella desde un embarcadero situado abajo abajo, casi entre los pilares del muelle, justo detrás de los restos oxidados y amenazantes de un barco hundido. De verdad que daba miedo; a lo mejor es que soy mujer y tengo vértigo, pero ver el barquito sortear puntas metálicas ruinosas sabiendo que debajo, alrededor y por todas partes, había trozos de navíos, acongoja. Parecía que saliéramos de un cementerio naval. Lo cierto es que a mí, de siempre, los puertos me transmiten una sensación de vacío y vértigo que no puedo dominar.


Uno de los barcos depositados en el puerto. Éste, al menos, se ve (PCG)

Una vez abandonado el embarcadero, sorteados los escollos metálicos y lanzados al mar, el viaje fue otra cosa. El cielo estaba claro y el barco del francés corría alegre entre las olas y las islas, y la sensación de libertad y energía nos invadió, así que sonreímos y fotografiamos todo lo fotografiable que, como es de suponer, salió movido. La visita a Bubaque y Rubane será objeto de otro relato, a pesar de ser islas maravillosas y totalmente paradisiacas. El día transcurrió apacible, con baño, comida abundante y deliciosa, siesta en la playita (el atento Bob nos hizo instalar unas tumbonas bajo los árboles ¡!) y despedida rumbo a casa en una barca más grande y de dos motores, escoltados por aves que se lanzaban en picado al agua para alcanzar alguna presa.

La verdadera ventura comenzó en el retorno. La prevención de mi cónyuge era fundada, y mientras nos acercábamos a Bissau (casi desde el principio) las olas comenzaron a despertar y el mar se encabritó silenciosamente, sin rayos ni truenos, sin vendavales, pero creciendo desde lo hondo y lanzando a la cubierta aguas marrones que superaban sin tregua la quilla. Ahí comprendí el significado de la palabra “mar de fondo”, sólo que aquello no era mar; no era azul, ni verde, ni nada, sólo agua oscura, fangosa y llena de espuma que lo inundaba todo. La experiencia del capitán, que fue enmudeciendo y reduciendo velocidad a medida que aumentaba la fuerza del agua, evitó que la enorme lancha se inundara y consiguió llevarnos, sanos y salvos, pero empapados hasta los huesos (de verdad, no figuradamente) y bastante impactados al cementerio-embarcadero de donde partimos.

Fue un día inolvidable, pero también una toma de contacto seria con la naturaleza. Mirando después del mapa de Guinea-Bissau, descubrimos que apenas habíamos salido a mar abierto. Las islas están en la desembocadura de un río, el Geba, y lo que vivimos fue únicamente el encabritamiento de una desembocadura fluvial ante un mar embravecido. ¿Cómo será de terrible una tormenta marítima?

2 comentarios:

  1. Que chulo Inma!. Espero que te lo estés pasando muy bien!
    un besazo.

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  2. Hola Inma. He leido todas las entradas y me han encantado. Ya hableremos de Abeto. No sigo pq escribo con la mano izquierda.
    Un beso.
    Andrés

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